Los mexicanos recordaban el terremoto de 1985 que dejó 10.000 muertes, cuando otro mortífero sismo los sorprendió.
Los testimonios de una cucuteña y una bumanguesa tras el terremoto en México
A la 1:14 de la tarde, el piso se le sacudió a Lina Marcela Mantilla Cohen, una bumanguesa que llegó a México hace seis años y que un día antes del 19 de septiembre había viajado de Monterrey al Distrito Federal a una capacitación.
Dos horas antes participó en un simulacro de terremoto en conmemoración por el megasismo de 8.1 en la escala de Richter que asoló a la capital mexicana, en 1985, y que dejó 10.000 muertos. “No lo podía creer, hacía dos horas habíamos salido de un simulacro”, confesó.
Pero esta vez no era un entrenamiento, era real y su vida corría peligro. Estaba en el salón de clases de un taller de mercadeo dentro de un edificio antiguo de la Colonia Roma y todo comenzó a moverse. Lina pensó que se trataba de un camión que pasaba por la calle, pero la aplicación de Sky Alert (alerta sísmica) en su teléfono celular comenzó a señalarle que estaba ocurriendo un temblor. “Las alarmas de México no sonaron, pero el teléfono me alertaba y cuando vi como todo se movía, me di cuenta que era un terremoto”.
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Mientras la tierra se estremecía ella y sus compañeros salieron del antiguo edificio en medio de la tensión. “Éramos unas 30 personas y demoramos unos 10 segundos en evacuar el edificio”. Relata que al llegar a la salida, vio como una edificación, a su izquierda, se movía de manera horizontal y de pronto cambió de arriba a abajo. “Esos segundos fueron una eternidad. Trataba de controlarme, de no colapsar en nervios, tenía mucha presión”.
Estaba paralizada. Dice que no quería hablar y cuando trataba de pronunciar palabras, por obligación, no le salían. El pánico se apoderó de ella. Sudaba caliente y frío a la vez… su piel estaba erizada. Su corazón se estremecía como el suelo que pisaba. Una tensión se apoderó de sus piernas que también estaban frías y semirrígidas. En el cuello y los hombros sentía una fuerte presión, un enorme peso como si fuera a quedar doblada para siempre. Mientras tanto el suelo no paraba de estremecerse. “En Bucaramanga tiembla mucho, pero nunca había vivido algo así. Tembló horizontal y verticalmente. ¿Cuándo va a parar esto? Me pregunté una y otra vez”.
Pero no hay más opciones para enfrentar a un terremoto que el valor y el autocontrol. “Me miré las manos y temblaban. No podía contralarlas, no podía hacer nada. Perdí el control hasta de mi propio cuerpo, de mis manos. Solo quedaba ser paciente, tratar de sobrevivir. Gracias a Dios pude dominar mis miedos; fue lo único que pude controlar y ahora creo que por eso sobreviví”.
Y es que Lina se aferró a vivir. “Jamás pensé que podía morir, solo pensé en sobrevivir. En salvarme. Me aferré a la vida, nunca contemplé la muerte”.
Cuando la tierra se aquietó, minuto y medio después (cien segundos duró), les dijeron que entraran para continuar el taller. Vio el edificio fracturado y entró atemorizada. Se sentó en el lugar para volver en sí, pero a los pocos minutos el curso fue suspendido.
Revisó el teléfono, comenzaron a llegarle noticias de lo que sucedía en la megalópolis mexicana, unas de las más pobladas del mundo con 20 millones de personas. También se enteró de lo que ocurría en Morelos, Puebla y otras zonas del país. “Me llegó un video sobre el momento en que se derribó el edificio que estaba al lado del hotel donde habíamos dormido ese día. Pensé que pudimos estar ahí”.
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Al salir del edificio, vio que la calle estaba abarrotada de personas. No había por donde caminar. Las vías estaban colapsadas por los autos. “Las calles parecían enormes estacionamientos”.
Siguió caminando, vio edificios agrietados al borde del colapso. Puertas, lámparas, señales de tránsito y materos con arbustos derribados. Nada era como antes.
Vio en un televisor cuando el presidente mexicano Enrique Peña Nieto informaba que habían fallecido cuatro personas en el estado de Morelos. Las primeras cuatro de al menos 290 que perecerían en el transcurso de los días. Entristeció al ver que la Cancillería reportaba 37 colombianos desaparecidos. Salió del local y al caminar por las calles con una maleta de manos terciada en el hombro derecho, la cartera en el izquierdo y vestida con pantalones ajustados, camisón mangas larga y tacones altos; escuchó a un hombre que a través de un altavoz advertía que había fuga de gas en toda la ciudad, que salieran de los edificios porque allí corrían peligro y que no encendieran cigarrillos, por riesgo de explosiones.
No le fue posible movilizarse en taxi. Debió caminar 25 cuadras, sin rumbo. Luego le informaron que el aeropuerto de México había cerrado. No conseguiría vuelos para Monterrey ni a Toluca ni a ningún otro lugar.
Encerrada en sus deseos de huir de la metrópolis mexicana que en algunas zonas comenzaba a desplomarse, escuchaba y veía como algunos buscaban desesperados a los familiares que quedaron atrapados bajos las ruinas.
“Creo que no soy la misma. Ya no puedo ser la misma. Le doy gracias a Dios porque si hubiese sido un día antes pudiera estar enterrada en el amasijo de concreto y acero en que se convirtieron los edificio de la Colonia Roma, donde me hospedé en el sur del D.F.”.
Luego de varias horas divagando en la capital azteca, logró tomar un Uber que la llevó a la relativamente cerca Toluca, a unos 739 kilómetros de distancia, 9 horas en auto. Allí estará hasta que pueda ir a su hogar en Monterrey, al norte de México, donde se gana la vida como gerenta de mercadeo.
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Luego de estar tan cerca de la muerte, Lina Marcela tiene una oportunidad más para disfrutar de la vida y aspira vivirla al máximo, de manera trepidante como el movimiento del terremoto que la marcó. Se sumó como voluntaria a un movimiento para recabar recursos, medicinas y alimentos para los afectados.
“Solo puedo dar gracias a Dios por poder contar esto, por seguir viva e ilesa en medio de tanta muerte”, comenta a través del hilo telefónico desde Toluca, en tierras mexicanas.
Así vivió el sismo Una cucuteña
Natalia Granados, una cucuteña que vive en Ciudad de México, desde hace dos años, estaba en su oficina de Novartis, empresa de la cual es gerenta, en el barrio Tlalpan, Río Churubusco, al sur de la capital, cuando comenzó el poderoso sismo. “Estábamos en una reunión. Traté de calmar a mis compañeros, diciéndoles que estaba pasando el metro, que no era un temblor porque no hubo alarmas, pero uno de ellos me insistió que era un temblor, caí en cuenta porque mi teléfono tenía activada la alerta sísmica”.
Natalia salió de la oficina con sus dos compañeros para ponerse a salvo. En pocos segundos la vibración se hizo más fuerte. Tenían dificultades para caminar por el movimiento. Decenas de personas salían del sitio al mismo tiempo. “Cuando llegué a la planta baja vi como los edificios se movían y crujían. Las mujeres se quitaban los tacones para poder caminar”.
Natalia sintió temor, pero nunca entró en pánico, las construcciones antisísmicas del vecindario le transmitieron seguridad, pero pensaba que si el movimiento se prolongaba por largo tiempo, todo cambiaría. “Sabía que no iba a morir, que nada malo me ocurriría, pero pensaba en qué sería de la ciudad si se extendía por largo rato, me preguntaba hasta cuándo sería”.
Se preguntó cómo estaría su esposo que se encontraba en la Riviera Maya, en sus amigos que estaban en otras zonas de la ciudad. Cuando cesó el temblor cogió el teléfono para llamar a su marido y amigos. Comenzaron a llegarle videos: primero los que mostraban panorámica de la ciudad durante el temblor y después los que mostraban derrumbes de edificios en diversos puntos. “Todo fue muy rápido, miraba los video tratando de recuperar el aliento, cuando empecé a escuchar las sirenas de las ambulancias, diversos helicópteros comenzaron a sobrevolar la ciudad y las calles se llenaron de mucha gente. El tráfico colapsó”.
Aunque estaba tranquila, a Natalia le preocupaban las réplicas que inevitablemente llegarían tras el terremoto. “Mi temor era que si volvía a temblar con una fuerza similar, la afectación de la ciudad sería mayor”.
Llamó al esposo y sintió un gran alivio cuando oyó que le decía que todo estaba bien, que se tranquilizara porque todo iba a estar mejor. Luego llamó a otros familiares y amigos: todos estaban ilesos. Dio gracias a Dios; miró al cielo y pidió por aquellos que seguramente habían resultado severamente afectados. Pensó en los niños y los mayores que podrían estar heridos.
A medida que pasaban los segundos, le sorprendió como los ciudadanos se fueron uniendo y se volcaron a las labores de rescate. Atendían a los heridos, les brindaban palabras de aliento. Algunos recogían escombros.
“Todo ocurrió de manera espontánea; comenzaron a ayudarse unos con otros, sin importa si se conocían o no. Todos querían servir”.
Javier Vargas | javier.vargas@laopinion.com.co
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