La película muestra un ejercicio un poco cínico sobre la inutilidad del amor y la imposibilidad de evitarlo.
Carlos Arbeláez trata de definir ‘eso que llamamos amor’ en su nueva cinta

Un hombre desayuna sobrados de torta de la noche anterior. Camila, la mujer con la que vive, aparece en la cocina. “Hay que comprar leche”, le dice, mientras él pasa un mordisco de torta con un sorbo de café. Apoyado en el mesón, Bernardo baja el pocillo de su boca y la mira. Por un segundo intenta dar con las palabras para responderle, o con el coraje necesario para callarlas.
La noche anterior, el Día de las madres, ambos tuvieron una discusión sobre qué hacer con los restos exhumados del hijo adolescente de Camila. Y ahora, Bernardo quiere pedirle perdón por ello. Tiene la culpa anudada en la garganta, como la torta. A eso, lo llamamos amor.
La historia de Bernardo y Camila es uno de los relatos de ‘Eso que llaman amor’, la más reciente película de Carlos César Arbeláez, mismo director de Los colores de la montaña. Es una indagación por el amor filial y el romántico, y su papel en la vida.
La película trata, por supuesto, sobre el amor. Pero no lo hace de una forma melodramática. Es más bien un ejercicio un poco cínico sobre la inutilidad del amor, y la imposibilidad de evitarlo. Para rematar, el filme termina con las palabras “Nada soy / porque al fin nada ya tengo / nada sabré / de mis íntimas penas”, en un bolero del compositor puertorriqueño Daniel Santos.
Al hablar de la película, Arbeláez introduce un concepto que se hace evidente en el filme: la soledad. Las tres historias que se cuentan parten desde un mismo lugar, una cafetería, y de ese sentimiento en común: una madre que anhela a su hija, un padre que se separa de la suya, y un hombre a quien niegan ver a su “campeón”.
El director había trabajado el guion desde el 2006, y su piedra fundacional fue un cortometraje, La caja, que contaba la historia de Camila y Bernardo. A esa se sumaron otras tres, y una de ellas fue descartada en el proceso de finalización de la película.
(La historia de Bernardo y Camila es uno de los relatos de ‘Eso que llaman amor’, la más reciente película de Carlos César Arbeláez.)
El amor en una cafetería
Hablar del amor no significa dejar de lado otras cosas. Arbeláez también quiso hacer una película que mostrara la ciudad, y contara las historias de vida de Medellín. Su ópera prima, Los colores de la montaña, transcurre en el campo, y él se sentía “un poco en deuda con la ciudad”.
Marlon agarra una empanada y la mete entre dos pedazos de pan. Le da un mordisco triunfal a su combinación gastronómica y le explica a otro personaje cómo hacer –como si tuviera alguna ciencia- el particular casado. El público cartagenero está concentrado en la pantalla y se doblega de la risa. La carcajada es tal que acalla una comparsa que suena a lo lejos. Una victoria para el humor paisa.
El planteamiento de las tres historias es el mismo: ocurren en Medellín, durante un Día de la madre, están alrededor del amor y llegan al clímax durante la noche. ¿Por qué las similitudes? La película nació de una primera idea de cortometraje, La caja, que cuenta la historia de Bernardo y Camila. Arbeláez se dio cuenta de que tenía más historias similares y que era un tema con muchos elementos para explorar.
Sin embargo, la forma en la que cada historia envía su mensaje varía. Apelan al humor, el drama, la humanidad y fragilidad de los personajes en medio de lo cotidiano, de las cosas de todos los días. En un momento, Bernardo le reclama a Camila por qué no se va a dormir en el cuarto de los dos. Perspicaz, la mujer responde: “Ay, Bernardo. Es que vos roncás tan duro cuando tomás”.
Además de cambiar los colores de la montaña por el paisaje urbano de la ciudad, Arbeláez se dio algunas concesiones para Eso que llaman amor. Trabajó el guion durante años, grabó una suerte de borrador de casi toda la película y terminó por cortar el producto final. Como anécdota, el director recuerda el caso de uno de los personajes secundarios.
“Hicimos un casting y se presentaron solo tres japoneses. De ellos uno no quería realmente actuar, y el que elegimos (Hiroyuki Ono) acababa de llegar a Medellín. Era bajito y Érika (Linsy) es muy alta, pero al final fue muy interesante tenerlo en la película.
Improvisó muchos de los diálogos en japonés, y él fue quien escogió la canción que su personaje canta”.
*La Opinión
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