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Domingo, 6 Septiembre 2015 - 10:45am

El dilema humano en el Catatumbo (II Parte)

Esta es la segunda parte del especial La 'República Independiente' de la coca.

Cristian Herrera
Los campesinos cambiaron las bestias por las motos, con las que arrean el ganado.
/ Foto: Cristian Herrera
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Con las manos encalladas y las marcas que solo deja la tierra, Mario Torres* regresa a su casa en San Calixto hacia las 4:30 de la tarde. Antes de que se oculte el sol se refugia en su hogar y toma un baño para contrastar el calor. En su rostro hay incertidumbre. Sus cosechas de tomate y maíz están a punto de perderse y la sequía consume sus esperanzas. Desde hace varios días, se acuesta y se levanta con la misma preocupación. No sabe si ha llegado la hora de dejar el oficio que le enseñaron sus padres.

Su cena no es más que un vaso de aguamiel caliente y dos panes de $1.000. Los huevos de su gallina ponedora debe dejarlos para el desayuno. A sus 48 años, antes que pensar en dejar el campo e intentar de nuevo el rebusque en municipios más grandes, recuerda los buenos tiempos. “Nací en el campo y aprendí a cultivar con mis padres. De soltero trabajé en Ocaña y hasta tuve un taxi, pero volví a la agricultura. Ahora no sé qué hacer y si ha llegado la hora de aceptar la propuesta de sembrar cultivos ilícitos”.

En contraste, otro campesino que antes se partía la espalda labrando la tierra y que después cambió el azadón por el palustre hasta que sus manos se ajaron con cemento, sostiene que ahora vive con zozobra pero tiene menos apremios. Cuida con esmero tres hectáreas sembradas de coca y espera ansioso su recompensa. Como otros, sabe que en el Catatumbo esa cosecha es sinónimo de miedo pero también de desahogo, que bajo el manto verde lima que sobresale en el paisaje se esconde su opción de ahuyentar la pobreza.

Desde lejos se advierte que son muchas las parcelas donde ya no crecen los cultivos de pan coger sino la coca y que son devastadores sus efectos ecológicos. Según recientes reportes de Naciones Unidas, en la región hay 6.944 hectáreas de cultivos ilícitos. Otras autoridades afirman que son más de 10.000. No hay un diagnóstico preciso sobre las dimensiones de este lucrativo negocio. Lo único claro es que son las guerrillas, las bandas criminales o los carteles del narcotráfico los que lo regulan a sus anchas.

Hace muchos años que José Albarracín* vive a la vera de la desvencijada carretera que une al corregimiento Versalles con el municipio de El Tarra, y desde que tiene uso de razón sabe que la guerrilla es la verdadera ley. Entre los caminos polvorientos y serpenteantes que unen distintas veredas y poblados, como ocurre a decenas de vecinos y conocidos, ya se acostumbró a convivir con los hombres armados y que la presencia del Estado sea intermitente. Por eso su memoria es un recuento de atropellos.

Más de una vez ha pensado en dejar la coca, pero la media hectárea que cultiva le da para sostenerse hasta tres meses. Luego vuelve a raspar y sobrevive otro ciclo. La encrucijada es constante y entiende que si no vende a los compradores de siempre también arriesga su vida. “En cada cosecha saco dos kilos de base de coca y recibo por cada uno $2 millones y medio. Con las ganancias mantengo a la familia y compro insumos. El maíz, la yuca, el plátano o el tomate son para consumo diario porque no dejan un peso”.

Del cultivo de alimentos al de la coca

En palabras del fiscal de la Asociación Campesina del Catatumbo (Ascamcat), José del Carmen Abril, así como Miguel Tarazona o José Albarracín, en la selvática y montañosa región del Catatumbo la mayoría de los campesinos hoy no tiene otra opción. “Antes la gente dependía de la producción de fríjol, café o cacao, de la ganadería o de los maderables. Además había comercio al por mayor y todo lo que se sacaba de la tierra en Convención, El Tarra o Teorama se vendía a buen precio”, recalca con nostalgia.

Luego agrega rodeado de amigos y familiares que coloquialmente lo llaman Carmito: “En otros tiempos se podía ver que a diario salían de un corregimiento seis o siete camiones cargados de plátano rumbo a Barranquilla o Valledupar. Hoy no sale ni un gajo de regiones donde antiguamente se convivía en paz. Además el municipio de Ocaña era una dispensa de alimentos muy grande en la región. Hoy no queda si no el recuerdo de lo que fue el Catatumbo antes de que llegaran los violentos.

Uno de sus acompañantes, Carlos Villamizar*, otro campesino con la piel tostada por el sol y las manos curtidas por la labranza, agrega que a todos les gustaría volver a la época en la que el Catatumbo era un emporio de riqueza natural y alimentación para todos. Sin embargo confiesa que después de jugársela con una plantación de tomate en La Playa de Belén, tuvo que dejar la producción para el que quisiera recogerla. Él mismo juntó unos cuantos tomates y los llevó a su casa.

“Invertí casi de $25 millones entre químicos y cuidados. Cuando fui a vender, la caja estaba a $5.000 y salí perdiendo. Cada obrero cobra $20.000 por día, hay que invertir en cajas y transporte, sencillamente no me dio”, expresa con desconsuelo. “Además hay que contar con las plagas”, añade Oscar Suárez*, quien advierte que “la mosca blanca hoy acaba con los cultivos, lo mismo que un gusano que llevaron las autoridades para que acabara con la coca y se llevó por delante fueron las siembras de fríjol”.

En cambio con la hoja de coca, aunque el riesgo es el peso de la ley y las autoridades judiciales y de policía, la siembra tiene sus ventajas desde la perspectiva agrícola. “La han venido modificando genéticamente y se produce en menos tiempo. Además resiste las plagas o las fumigaciones. Aunque por cada químico que se compra hay que pagarle impuesto a los ilegales, quedan utilidades económicas”, resalta Villamizar, quien indica que lo que no se mira mucho es cómo “el suelo se debilita y tiende a volverse infértil”.

Lo evidencia otro campesino que cuenta como prometió a su familia que iba a ser su última incursión en el azaroso mundo de la coca, pero cuando intentó cultivar maíz y plátano, la tierra ya no era productiva. “Después quise entrar en uno de los planes del gobierno para sembrar cacao y empezar de cero, pero el suelo tampoco dio. Un experto me dijo que está muy maltratado, que ya no sirve ni para sembrar o vender. Entonces terminé por dejar esa tierra en el olvido”, expresa con tono resignado.

Los químicos que utilizó para hacer rendir la coca, las fumigaciones con glifosato o las quemas y talas para expandir los cultivos ilícitos, acabaron con la fertilidad de su tierra. Un estudio de la Policía Antinarcóticos realizado en 2012 revela que el uso indiscriminado de químicos influye en el deterioro de la tierra y por eso, a la desgracia de miles de campesinos sin opción en la agricultura tradicional, se suma ahora que sus parcelas ya no son aptas. El camino de la ilegalidad termina siendo de pobreza.

“Los cambios ambientales generados por los cultivos de coca desencadenan modificaciones en la cobertura vegetal y el uso del suelo”, recalca el estudio. Como si fuera poco, el reporte agrega: “la siembra de coca es antecedida por la tala y quema de los bosques o vegetaciones nativas de la zona. Los cambios de árboles grandes y frondosos por cultivos ilícitos, suponen una pérdida importante de los biomas y nutrientes contenidos en las maderas y hojas”.

La Opinión pudo constatar que buena parte de las siembras ilícitas están cerca a fuentes hídricas, con lo cual se han causado daños irreparables. Por ejemplo, en el corregimiento de La Gabarra, en Tibú, cerca de 6.000 campesinos podrían quedarse sin agua porque a orillas de la quebrada Las Timbas sigue creciendo la siembra de coca. La misma calamidad que empieza a advertirse en La Playa Ábrego o Teorama. “Si a esa realidad se suma el atraso o la falta de vías, la perspectiva es crítica”, resume el labriego Hernando Pérez.

Las transformaciones se advierten hasta en el entorno cultural. La sencillez que caracterizaba a los campesinos del Catatumbo, su forma de vestir o actuar, se modifica tanto que los jóvenes ya no quieren tener bestias de carga sino motos. En Convención, en una tienda del pueblo, un agricultor llegó a contar que no encontró en el pueblo quien le comprara sus productos de pan coger y tuvo que venderlos al precio que le ofrecieron, al menos para no perder el viaje y devolverse con algo a su tierra.

La mayoría hace lo mismo. Retorna a sus destartaladas casas de bahareque, ancladas en filos de enormes y alargadas montañas, donde se ve a la gente cansada con la mochila al hombro, pensando cómo sobrevivir otra semana o definitivamente arriesgarse en la ilegalidad. Hoy existe una leve expectativa porque el gobierno habla de posconflicto, inversión social o reparación. Pero predomina el escepticismo porque son muchos años soportando una guerra que no empezaron pero en la que terminaron envueltos.

*Nombres cambiados por seguridad.

**Esta historia es resultado del proyecto “La cobertura periodística del conflicto y la paz”, en su fase editorial liderada por Consejo de Redacción (CdR) con el apoyo de International Media Support”.

KARINA JUDEX Y CRISTIAN HERRERA
karina.judex@laopinion.com.co
cristian.herrera@laopinion.com.co
 

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