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Domingo, 31 Enero 2016 - 5:57am

Desmovilizada del ELN se convirtió en defensora de las víctimas

El apoyo de la Agencia Colombiana de Reintegración (ACR), fue vital para que Lina tuviera una segunda oportunidad.

Temas - ACR
Edinsson Figueroa
Compartir con sus dos hijos, de seis y 13 años, es el plan favorito de Lina.
/ Foto: Edinsson Figueroa
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Temas - ACR

Antes de que cantaran los gallos y el sol despuntara entre las montañas, las mismas que recorrió por 11 años y conocía como si fueran las palmas de sus trajinadas manos, despertaba *Lina María Mendieta. Acto seguido, se ponía el camuflado y salía a capacitarse en primeros auxilios. Su misión, curar a los guerrilleros heridos en combate, extrayéndoles las balas que cercenan vidas.

Inmersa en un mundo en el que tal vez no pensó vivir, en el que reina la angustia y donde la muerte se convierte en sombra, permaneció Lina, una menuda mujer cuya estatura -1.55 metros- contrasta con su abundante y larga cabellera negra.

Lina irradia armonía, pero cuando se charla con ella y el drama de la guerra se apodera de sus labios, una cruenta historia hace que su mirada se pierda. Quizá su mente se transporta a las trochas por las que caminaba desde los 16 años, cuando se dejó ganar de la amargura y la convencieron de internarse en la selva, en las filas del Eln.

Esa fue la escapatoria a una vida de sufrimientos. “Cuando tenía un año y medio de nacida, mi papá murió y mi mamá tuvo que hacerse cargo de mí, de mi hermana mayor y, para colmo de males, estaba otra vez embarazada”.

La infancia de Lina estuvo alejada de muñecas y de amigas. Para vivir, tenía que soportar malos tratos, como el que le dio la nueva pareja que entonces consiguió su mamá. El padrastro, lejos de ser un hombre amoroso, intentó abusar de ella y de su hermana.

Lina y su familia vivían en La Gabarra, corregimiento de Tibú, en el corazón del Catatumbo. Allí, desde niña, tuvo que trabajar y conoció la coca: se convirtió en raspachina. La actividad la alternaba con la escuela. Un tío la ayudó para que ingresara a la primaria y cuando terminó el quinto grado, el pariente le preguntó, ¿Lina, quiere seguir estudiando? Ante el efusivo sí de la pequeña, el tío le tendió una trampa, porque en lugar de decirle que entrara al bachillerato la empujó al mundo de la prostitución al decirle que era la oportunidad para que se fuera a trabajar a un burdel  y que sus primos fueran sus primeros clientes.

El resentimiento se apoderó de Lina y el único refugio lo encontró en los grupos juveniles de La Gabarra, a los que ingresó. Sin embargo, estos eran manejados por integrantes del Eln que aprovechaban el trato con los menores para reclutarlos.

No pasó mucho tiempo para que la convencieran. Las promesas eran esperanzadoras y Lina vio en ellas un antídoto a sus problemas. Noviembre de 1998 fue el mes en que ingresó a la milicia guerrillera.

Amores y desamores

“Me enamoré del comandante de la compañía y tuve un romance con una persona 13 años mayor que yo. Me adapté fácilmente a la rutina del monte y recuerdo que todos los días me levantaba a las 4:45 de la mañana, formábamos y luego pasábamos a recibir capacitación en primeros auxilios, sistemas y comunicaciones”.

En las tardes, dependiendo del terreno donde estuvieran, tenía oportunidad de jugar fútbol con sus compañeros. Los partidos eran cortos porque el día no podía terminar sin analizar las noticias y recibir las instrucciones del comandante.

Los momentos más difíciles de Lina en las filas subversivas fueron los tres asaltos en los que debió atender -fuera de la línea de combate- a los heridos.

El amorío con el comandante despertó otro de los temores de Lina, quedar en embarazo. El protocolo en el Eln para las mujeres en ese estado es que a los seis meses tienen que dejar las filas y una vez nazca el bebé, dejarlo al cuidado de un tercero.

“A los 20 años tuve a mi hija en Ocaña. Por ser la mujer del comandante pude estar en el campamento hasta los ocho meses y luego de un mes de nacida la bebé, volví al campamento para que el papá la conociera. Dos días estuvimos con él y regresé a Ocaña donde la niña quedó al cuidado de una tía”.

Para esa época, Lina estaba encargada de las comunicaciones y recorría los municipios de San Calixto, Hacarí y Convención. “En una oportunidad tuvimos que ir a Cúcuta con el comandante y nos capturaron, duramos tres meses detenidos”.

Al quedar en libertad, como muchos milicianos, se refugiaron en Venezuela y mientras esperaban a que todo se calmara, su hija los doblegó y decidieron volarse de las filas del Eln. “La niña nos hacía falta y los ideales del grupo habían cambiado, todo lo movía ahora el narcotráfico”.

Temerosos por las represalias del grupo guerrillero, regresaron a Colombia y en Bogotá buscaron la ayuda de la Agencia Colombiana para la Reintegración (ACR), donde ingresaron a un programa para regresar a la vida civil con oportunidades.

“Mi compañero sentimental estuvo 21 años en el ELN y juntos empezamos a materializar sueños y construir un proyecto de vida. Terminamos el bachillerato y quedé en embarazo nuevamente. Me incliné por aprender manualidades y él, cursó una tecnología en salud pública en el Sena”.

Hasta este punto todo era felicidad, sin embargo y tras cuatro años de haberse desmovilizado, guerrilleros del Eln ubicaron a su esposo y lo asesinaron. Lina, decidió enfrentar su destino y regresó a un municipio de Norte de Santander en el que ahora reside con sus dos hijos, donde tuvo la tan anhelada segunda oportunidad.

‘Jamás fui violenta’

“Es curioso, estuve en la guerra pero jamás fui mujer violenta. Mi trabajo era atender enfermos. Soy una fiel convencida de que la paz es el camino y las segundas oportunidades sí existen”.

Lina terminó exitosamente su proceso de regreso a la vida civil gracias a su espíritu de superación y al apoyo de la Agencia Colombiana para la Reintegración (ACR).

Actualmente vive con sus dos hijos, a quienes les inculca valores de paz, perdón y reconciliación.

A los niños les habla de su padre con dulzura y su sueño es ver a los compañeros que tuvo en la selva lejos de la guerra.

Lina es lideresa de una mesa de víctimas en un municipio de Norte de Santander y también pertenece, con su hijo de seis años, a la Red de Gestores de Paz del departamento.

“Mi misión es ser embajadora de la paz y promover oportunidades para las víctimas”.

*Nombre cambiado a petición de la fuente.

*Por: Edinsson Figueroa | La Opinión

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