Colombia como signatario está forzado a cumplir. La respuesta al interrogante del título de esta columna, más extensa que este breve espacio periodístico, puede resumirse en dos aspectos fundamentales y varias cuestiones colaterales.
Y si se fracasa en La Habana, ¿qué?
El rechazo apasionado, visceral, con buena dosis de contenido electoral contra los diálogos de paz en curso, basan su dialéctica en dos argumentos de apariencia muy sólida pero en el fondo deleznables: cualquier arreglo con las Farc conducirá a la impunidad y ésta a una colisión con los tratados internacionales de los que Colombia como signatario está forzado a cumplir, frente a la Corte Internacional de los Derechos Humanos, la OEA y la ONU. En otras palabras a un callejón sin salida, pues el incumplimiento acarreará sanciones graves.
La respuesta al interrogante del título de esta columna, más extensa que este breve espacio periodístico, puede resumirse en dos aspectos fundamentales y varias cuestiones colaterales. En este perfil se ha sostenido repetidas veces que la paz debe tener un sello propio, es decir, una paz a la colombiana. Ningún país del mundo ha sufrido un desgarramiento de sesenta años que ha desfigurado la faz de la nación y deteriorado la ética social e individual de su ciudadanía. Colombia, pese a sus siete guerras civiles bipartidistas, lucía ante propios y extraños un renombre de nación culta, constitucionalista, democrática. El terrible episodio del 9 de abril de 1948, fue como tempestad súbita en pleno verano. Los dirigentes políticos de ambos partidos perdieron el rumbo. Las pocas voces que llamaban a la concordia y a la sensatez fueron acalladas por el crepitar del fuego y el deslizamiento pendiente abajo terminó en el abismo.
Si bien la jurisprudencia propia y la adhesión de Colombia a la jurisprudencia internacional establecen una barrera, ésta no es infranqueable. Nuestro gobierno puede negociar acuerdos que dentro de los parámetros de la justicia transicional, vigilante sobre el tema de los Derechos Humanos y el DIH, diseñe formas punitivas apropiadas para la realización colombiana. En cuanto al ingreso inmediato a la política de cabecillas guerrilleros y algunos combatientes, lo mejor sería fijar un periodo de prueba que podría pactarse de común acuerdo, mínimo de tres años. La obtención de la paz cuesta mucho sin duda. Pero menos en todo caso que el conflicto crónico interminable con sus secuelas corrosivas de la ética social y la moral colectiva.
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