Por: Rubén Sánchez David | Profesor de la Facultad de Ciencia Política, Gobierno y Relaciones Internacionales de la Universidad del Rosario.

El presidente Iván Duque cumplió más de un año en el poder y sigue en la encrucijada en la que desde el primer día de su mandato lo puso el entonces presidente del Senado, el congresista Ernesto Macías, quien en un agresivo discurso dio a conocer a la ciudadanía lo que el ala radical del Centro Democrático esperaba del gobierno, comenzando por un cambio en la cúpula de la fuerza pública y un desmonte de los Acuerdos de Paz con las Farc.

Quince meses después, el presidente enfrenta una inédita ola de protestas e intenta lanzar una serie de conversaciones con los líderes de las mismas, mientras algunas facciones del uribismo le piden mano dura ante la protesta e incluso la renuncia. 

Es claro que las demandas de los miles de colombianos en las calles son diametralmente opuestas a las del electorado y del partido del presidente quien, preso entre una tenaza, no da pistas claras de un proyecto concreto. Esta falta de claridad genera una inquietud que promueve un clima malsano de incredulidad y desconfianza.

Duque ha expresado que heredó una situación agobiante en materia de seguridad, agravada por el crecimiento desbocado de los cultivos de coca, fuente de tensión constante con los Estados Unidos, y el incesante asesinato de líderes sociales y excombatientes de la guerrilla, a lo que se ha sumado la emergencia derivada de la llegada masiva de migrantes venezolanos que huyen de la crisis política, social y económica de su país.

Considerado por algunos como dirigente moderado y de centro, el presidente no ha logrado, sin embargo, superar el clima de polarización que caracteriza al país y su agenda se ha visto ahogada en sus propios reparos a lo adelantado por el gobierno anterior, así como por la ambigüedad de sus posiciones, lo que le ha valido que su índice de aprobación se haya desplomado estrepitosamente sin que haya podido recuperarse ante la opinión pública. De hecho, muchos son los ciudadanos que consideran que las decisiones más importantes de su gobierno las toma el uribismo duro, pese a que por su perfil y su actuación ante el público podría mostrar posturas menos radicales.

Las dificultades de la política de gobierno se han expresado en la tensa relación con el Congreso que ha dado lugar, como lo valoró el influyente semanario británico The Economist, a una presidencia menos productiva en el terreno legislativo que la de sus antecesores, y en la salida de dos ministros muy cuestionados: la ministra de Justicia, Gloria María Borrero y el ministro de Defensa, Guillermo Botero. 

En materia de política exterior, el mandatario ha puesto su eje en Washington, socio en la lucha contra el narcotráfico y las guerrillas, pero la torpeza de las decisiones adoptadas solo muestran resultados negativos: la salida de Colombia de Unasur y el fracaso de la estrategia del ‘cerco diplomático’ al gobierno de Venezuela son solo dos ejemplos.

Un tema que genera una inquietud inmensa, particularmente entre los jóvenes, es el de la economía y el empleo, el cual se encuentra en el epicentro de las marchas y el paro nacional.

Duque tiene el emprendimiento como bandera y promueve la llamada economía naranja, que se sustenta en las industrias creativas. Pero con un crecimiento del PIB de un tres por ciento al año, nutrido básicamente por el crecimiento del sector financiero que bordea el 8 por ciento, mientras los demás sectores tienen niveles muy inferiores y aumenta el endeudamiento del país, la economía sigue batallando para conservar puestos de trabajo. 

El desempleo ha aumentado para volver a la cifra simbólica de dos dígitos y los anuncios de una nueva reforma tributaria y al sistema pensional han caldeado los ánimos de la población. Es así como el desempleo ha pasado a ser la principal preocupación de los colombianos en las encuestas. Preocupación que han alimentado las declaraciones del ministro de Hacienda, Alberto Carrasquilla, quien ha enfrentado dos intentos de moción de censura, confesó que no sabía qué estaba acelerando el fenómeno ni cómo corregirlo. 

El paro nacional que sigue latente fue convocado inicialmente por las centrales sindicales que se oponen a las reformas laboral y de pensiones, pero con las horas se fueron sumando muchas fuerzas sociales que entendieron que el paro es político y tiene consecuencias políticas. 

Durante años, la protesta social fue sofocada por su identificación con la lucha guerrillera. En la actualidad, empero, desmovilizada la organización más importante, sale a flote de manera espontánea la indignación popular que no puede ser recogida por ningún dirigente político. Es una señal de los tiempos que se viven. Así lo evidencian los fenómenos que sacuden otras sociedades. 

En este sentido, la comparación con las manifestaciones estudiantiles en Chile o las de los chalecos amarillos en Francia es inevitable.

Los ciudadanos no se sienten representados en las instancias políticas que determinan el rumbo a seguir, que la política ha sido secuestrada por quienes se dedican a este oficio y reclaman instituciones participativas. De hecho, dejan en claro que si la idea central de la democracia es que solo se es libre cuando uno se gobierna así mismo dándose sus propias normas, lo que está en crisis es la democracia.

La sociedad colombiana es una sociedad fragmentada, cada vez más heterogénea; desconfía de los partidos políticos, incapaces de congregar intereses sociales y de un sistema institucional que sobrevive al precio de su creciente autorreferencialidad. Las razones del estallido que se extendió rápidamente en todos los sectores son diversas, pero han confluido alrededor del descontento con el gobierno y la exigencia de unas reformas necesarias para paliar carencias que se arrastran desde hace tiempo. 

Sin duda, el movimiento universitario es uno de los grandes frentes y en varios momentos se ha convertido en el motor de las protestas reclamando más inversión para las universidades públicas y el cumplimiento de acuerdos firmados. Su lucha se asocia estrechamente a la exasperación que produce la corrupción en el país y a la creciente desigualdad ante la que la mayoría de las fuerzas políticas hace oídos sordos en el Congreso. 

Al presidente y a los congresistas se les olvida que la consulta anticorrupción obtuvo una votación histórica de más de 11 millones de votos, más incluso que los de Duque en los comicios presidenciales. El presidente prometió recoger esta agenda pero al final permitió que las propuestas de la consulta se marchitaran en el Congreso. 

Al parecer está adoptando la misma política ante el paro y sus promotores. 

Desde el Gobierno se habla mucho de diálogo, pero no con la contraparte. Se discute entre los del mismo bando; de concertación, pero sin propuestas concretas, como si la solución se dejara en manos del buen Dios.  

No importa que solo un 24 por ciento de los ciudadanos encuestados apruebe la gestión del presidente quien trabaja para el país sin escuchar a la población. 

Por ello se firma a hurtadillas un domingo, cuando el populus está distraído con el fútbol, el decreto que da vida al holding financiero estatal del que solo una minoría tiene noticia.

Al paso que van las cosas, el presidente seguirá con una magra gobernabilidad (lo que parece no importarle) y el paro nacional tendrá buenas razones para prolongarse en el tiempo, envuelto en un macondiano diálogo de sordos.