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Sábado, 17 Septiembre 2016 - 4:13am

En Caño Indio quieren espantar la guerra, pero temen seguir en el olvido

Las familias de la zona quieren sustituir los cultivos y una vida mejor.

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Un arriero encontró el cuerpo en la orilla de un caño, alertado por los chulos que revoloteaban en los árboles. Llevaba siete años desaparecido y Rosa todos los días elevaba plegarias para dar con su paradero. En su mente se desató confusión el ver el fétido cuerpo de su amado Luis Alirio y ante la negativa de las autoridades para hacer el levantamiento, compró guantes y escarbó hasta desenterrar al hombre del que se enamoró y a quien se entregó en matrimonio.

A Luis Alirio Jaimes, natural de la vereda Caño Indio (Tibú), lo asesinó la guerrilla en retaliación por transportar a dos paramilitares en moto a la carretera central. “Su muerte fue el dolor más grande de mi vida, me generó un complejo, no quisiera recordar esas escenas tan crueles. Tras el asesinato me fui de la zona y años después retorné porque no concibo una vida fuera del campo”, dijo Rosa Contreras Pedraza.

La historia de Rosa, de 43 años, es una de las tantas que se encuentran en el Catatumbo, donde la guerra ha frenado el desarrollo y sus habitantes han vivido con miedo, huyendo de las ráfagas de los fusiles, del estallido de granadas y viendo morir cruelmente a seres queridos y amigos.

“Nosotros somos como la hoja de plátano, si llega la guerrilla y piden una gallina o yuca, hay que darles. Si llegan los paramilitares, también”, sentenció Rosa, con una mirada firme que contrastó con el agitado movimiento de manos.

La corpulenta Rosa -una de las menores de 25 hermanos- habita en la vereda Caño Indio, sitio escogido por las Farc para ser una de las 20 zonas veredales transitorias de normalización y donde se concentrarán por seis meses 598 guerrilleros. Ella junto con los demás campesinos de la  vereda se unieron para darle un sí a la paz con ese grupo armado, pero temen ser utilizados por el Estado y que al pasar los 180 días de la concentración sigan en el olvido.

Cruel realidad del abandono estatal

Quinientos metros separan a Nancy de la única fuente de agua que tienen en la vereda. Todos los días, al despertar, agarra dos baldes y camina hasta la toma Caño Indio -de ahí el nombre de la vereda- para llevar a su hogar el agua necesaria para preparar los alimentos y bañarse.

El líquido color rojizo huele a feo y en épocas de intenso verano deben filtrarlo en trapos para eliminarle un poco la suciedad. En Caño Indio el agua potable solo aparece en sueños, cual espejismo en un desierto, cruda realidad en la densa selva del Catatumbo a la que están confinados sus habitantes.

“Acá no hay tranquilidad. Cuando se vive en medio de la guerra todo el tiempo se piensa en los hijos y en el marido y como si fuera poco, hay que controlar la sed y enfermarse no es una opción”, argumentó Nancy Esther Guerrero, de 34 años, desplazada de El Tarra y radicada en Caño Indio.

“A mi esposo le mataron dos sobrinos, perdimos todo y dejamos abandonada la finca. Era lo material o la vida y uno por los hijos hace de todo. Un amigo nos dejó quedar en Caño Indio y acá sobrevivimos con los cinco niños, alumbrándonos en las noches con mechones o linternas y bebiendo el agua sucia de la toma”.

La última vez que soñaron con tener acueducto fue en 1997, cuando las tuberías se extendieron hasta el sector Palmeras Mirador (distante 11 kilómetros). El proyecto fue frenado por la ola de violencia. Igual ocurrió en 2000, cuando se intentó reactivar y nuevamente fue frenado por las matanzas de los paramilitares.

Las redes eléctricas jamás han existido en la zona. De día el sol penetra por las hendijas de los débiles techos y de noche, la luna se asoma en los caminos. En Caño Indio no conocen qué es refrescarse con un ventilador y para proteger a los niños de los zancudos guindan toldillos de las paredes.

“Cuando alguien se enferma el mejor remedio es el aguante. Ir al médico en Tibú implica dinero que no tenemos y cuando hay plata sale mejor ir a la farmacia. En invierno quedamos atrapados porque la carretera nos doblega”.

Para llegar a Caño Indio hay que armarse de paciencia. La polvorienta carretera está plagada de cráteres y la temperatura alcanza hasta los 45 grados. En algunos puntos hay que cruzar los famosos ‘pontones’, pequeños pasos metálicos que deben soldarse constantemente.

A la carretera y los problemas de servicios públicos se unen la carencia de vivienda y educación. En la única escuela de la vereda se forman hasta quinto de primaria 28 niños, que en su mayoría deben caminar hasta hora y media. Otros se desplazan en mula. En la escuela no tienen baños ni restaurante escolar y en invierno las clases se suspenden, nadie se atreve a cruzar las inundadas trochas.

Nancy, la valiente madre que ve en el acuerdo con las Farc una puerta para dejar atrás la crueldad del abandono estatal, frunce el ceño cuando termina de hacer catarsis a las necesidades de la vereda, mientras el pequeño James disfruta con sus dos hermanos, no mayores de 10 años, que lo ponen en una canasta plástica a la que le adaptaron ruedas de madera y con un lazo lo deslizan por un suelo arcilloso y amarillento cuarteado por el sol. 

Selva plagada de coca

“Las familias vivimos de cultivar coca, eso todo el mundo lo sabe. Es una consecuencia directa del desprecio del Estado. Sabemos que con la mata le hacemos daño a nuestros hijos, al país y al mundo… pero es la única manera de sobrevivir”.

El relato de Daniel Durán, vicepresidente de la junta comunal, muestra una realidad de la que muchos hablan pero pocos conocen. “Esto es un negocio, una empresa de la que todos comen. El que no es dueño de un cultivo de coca trabaja como jornalero (raspachín) y se gana al día alrededor de $80.000. Acá llega a trabajar es gente humilde”.

Daniel contó que el kilo de droga lo pagan en $2,4 millones y para producirlo se necesitan, en promedio, 50 arrobas de hoja de coca. “Los narcotraficantes están en todos lados, acá llegan y se le vende al que sea”.

Desde el cielo, la densa selva del Catatumbo se ve a parches, se han talado vastos terrenos para el cultivo de coca, resguardados por el difícil acceso a la zona.

Sin embargo, las familias quieren sustituir los cultivos y como lo afirmó Daniel, quieren una vida mejor. “Las condiciones del suelo y del clima son extremas en Caño Indio. Se deben hacer pruebas al terreno para saber qué plantar, queremos apostarle al cacao, a la piña, a los cítricos, a la cría de pescados. Mire, es tan simple que no podemos sembrar barretones para recoger agujas. La yuca que se cultiva se pierde, una carga la pagan en $50.000 y sale más caro llevarla a Tibú”.

Paz, oportunidad de progreso

Wilmer Elí Guerrero Guerrero, 15 años, cursa quinto de primaria y su plan favorito con los compañeros de clase es jugar fútbol y cazar cuando los 10 perros que hay en su casa laten en el bosque. Cuando eso ocurre, toma una escopeta y se adentra en la selva.

“En la escuela y en las casas ahora se habla de paz, de tener una vida mejor y la paz empieza por uno mismo. Eso me han enseñado y aunque no conozco muchas cosas, sueño con ver felices a mis padres”.

La inocencia de Wilmer y la sabiduría que le dan los años a Rosa, Nancy y a Daniel, tienen algo en común: un anhelo de paz que se convirtió en oportunidad de progreso.

Sin embargo, para que se materialice el sueño saben que se vienen épocas complejas y para ello están elaborando un plan de desarrollo veredal que esperan sea tenido en cuenta por el gobierno de Juan Manuel Santos.

Puntos consignados en el plan de desarrollo veredal:

Mejorar la vía de acceso como base del desarrollo.

Extender redes de acueducto y de energía, pues temen que se ilumine la zona de concentración guerrillera con plantas y cumplidos los 180 días los dejen en el olvido.

Mejorar las condiciones locativas del colegio, especialmente los baños y habilitar el restaurante escolar.

Construir un puesto de salud para no tener que ir hasta Tibú.

Financiar créditos o entregar capital semilla para emprender proyectos productivos agrícolas.

Establecer un centro de acopio donde se puedan almacenar las cosechas, una vez se haga la sustitución de los cultivos de coca.

“Sabemos que el proyecto de paz no es de hoy para mañana, el desarrollo agrícola podrá tomar hasta 20 años, de eso somos conscientes pero hay que planificar el futuro, no seremos estudiados pero también pensamos y lo que no queremos es que pasen los 180 días y no nos den soluciones concretas y quedemos en las mismas condiciones o peor”, dijo Gustavo Antonio Torres, líder comunal.

Frente al tema de la erradicación de cultivos ilícitos, quieren la sustitución gradual. “Si el gobierno nos cumple, nosotros mismos arrancamos la coca”.

Guerrilleros serán bien recibidos

“No sé por qué escogieron a Caño Indio para la concentración guerrillera, quizá por ser estratégica, por las condiciones montañosas y terrenos planos. Somos humanos y miraremos a los guerrilleros como iguales, hijos del mismo pueblo. Soldados y guerrilleros son hermanos, hay que empezar por cambiar el lenguaje de la guerra”.

El mensaje de Daniel Durán, vicepresidente de la junta comunal, reúne el sentir de los habitantes de Caño Indio, quienes están a la expectativa por la llegada de los guerrilleros, pero con el temor de que no prospere el acuerdo y queden nuevamente en medio de las balas.

“Al gobierno le pedimos que cumpla y garantice la seguridad para que no entren otros grupos y atenten contra nosotros como líderes. Además, que busque la paz con todos los grupos de milicia, pues de lo contrario la paz será a medias”.

Gustavo Antonio Torres, 58 años, goza del reconocimiento de los habitantes de Caño Indio por su entrega al trabajo social y él dijo que otro de los temores es el manejo de los recursos. “Ojalá el gobierno blinde el proceso para que el dinero no caiga en manos de terceros. La corrupción es otro mal”.

Eduardo Rozo

@eduardorozo5

Apasionado por el periodismo ambiental y cultural.

Juan Pablo Bayona Galvis

@jpbayonafoto

Periodista, fotógrafo y realizador audiovisual de laopinion.com.co
 

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