En su taller, en el barrio Las Llanadas, ha fabricado más de 70.000 ataúdes.
En Ocaña Javier Arévalo es el artesano del sueño eterno
El que lo fabrica lo hace cantando, el que lo compra lo hace llorando y el que lo usa no lo ve. Esta es la frase que por décadas ha acompañado a Javier Arévalo Quintero, fabricante de ataúdes en Ocaña.
Él, el más veterano en el oficio, dijo que se inició en el arte a los 7 años cuando acompañaba a su papá Emel a ensamblar las cajas mortuorias. Al terminar el bachillerato se dedicó de tiempo completo a la carpintería y actualmente tiene 57 años.
Casado con Gladys Uribe Herrera y padre de Javier Leonardo y Angie Carolina, dijo que ha vivido infinidad de hechos curiosos en su vida, por cuenta de los gustos, caprichos y en algunos casos excentricidades de los clientes.
Arévalo afirma que ha elaborado más de 70.000 cofres y recuerda historias como la de Yesid Arévalo, técnico de neveras, quien llegó hasta el taller ubicado en el barrio Las Llanadas y pidió permiso para medirse un cajón.
“La gente tiene la creencia de que al meterse vivo en un ataúd, se adquiere larga vida. Otro caso fue el de un campesino de Otaré que compró uno para su abuela moribunda, con la sorpresa de que la señora se alentó y enterró primero a sus parientes”.
Como estos hay casos como el de un hombre que cotizó un cofre con animales tallados para llevarlo siempre encima del carro y el del comerciante Ramón Sarabia Guerrero quien visitó la funeraria el 25 de diciembre de 1972 y le indicó a su amigo Víctor Julio Pérez cual le gustaba. Pasadas las fiestas de fin de año, el 8 de enero de 1973, murió y fue enterrado en ese ataúd.
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El artesano del sueño eterno, como es conocido Arévalo, dijo que nunca le ha tenido miedo a los muertos. “Son más peligrosos los vivos, nunca me han espantado”.
Pese a ello recuerda el caso de un amigo, Adolfo Becerra, dedicado a arreglar a los muertos. “Cuando llegó a la morgue lo estaba esperando un hombre con sombrero quien le recomendó hacer un buen trabajo. Al entrar al anfiteatro y levantar la sábana vio que era el mismo hombre que lo había abordado minutos antes, salió y no vio nada”.
Sobre los ataúdes Arévalo dijo que antes eran más pesados pues se fabricaban con madera de caracolí, higuerón y pavito, ahora son livianos en cartón madera. “Generalmente tienen 190 metros de largo por 50 centímetros de ancho, se gastan 4 tablas y media y más de 100 puntillas. Eso es lo único que se lleva uno después de muerto”.
Cuando ingresa un cucarrón o un colibrí, tiene al agüero de que los cofres se venden más rápido.
“La muerte es pasar a una fase de tranquilidad absoluta, es como un letargo, un sueño eterno. No hay nada más sabroso que dormir”, dijo entre risas el artesano Arévalo.
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