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Domingo, 27 Septiembre 2015 - 4:38am

Con la casa bajo dos banderas, entre Colombia y Venezuela

En el corregimiento de Tres Bocas, de Tibú, hay una casa que está sobre la línea imaginaria de una frontera que no se cerró.

Juan Pablo Cohen
A lado y lado de la columna se leen los nombres de los países, hoy en total tensión. Desde la casa se ve el puesto de la Guardia Nacional Bolivariana.
/ Foto: Juan Pablo Cohen
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Una mujer traspasa la línea imaginaria que divide a Colombia y Venezuela en el único punto donde la frontera quedó permanentemente abierta, pese a la orden de cierre del presidente venezolano Nicolás Maduro. Es su propia casa.

Anda por el segundo piso, con la mitad de su dormitorio en el vecino país y la cocina, más lo que queda de una tienda en el primer piso, en Colombia. Algo huraña y sin ganas de hablar baja por las escaleras y dice que tener algo tan único no le ha servido para nada.

Es que Emilia Maldonado, quien podría considerarse dueña de un pedacito de frontera, vive justo sobre ambos países pues su alargada casa está construida de tal manera que una parte quedó en Venezuela, y la otra, aquí, aunque esto es producto de la casualidad pues cuando se construyó la vivienda, ella no conocía de confines.

Algunos habitantes de Tres Bocas suponen que hace años esta orilla debió ser parte de Venezuela, y aunque sospechan que la línea se superpone a la ribera, porque así se los dijeron sus abuelos, se alzan de hombros y dicen que nunca nadie le ha ‘parado bolas’ a eso y que la frontera se cuenta del río para allá.

Las imágenes satelitales de Google Earth muestran cómo la línea atraviesa parte de este territorio, pero el límite jamás ha existido en la vida diaria porque hay una relación natural entre unos y otros en este vecindario internacional que solo rompe el río Tarra.

No obstante, a un lado de la casa, frente a una de las puertas que hace las veces de entrada –ya que hay seis pórticos en el primer piso–, está lo que considera la prueba de la división: una columna de poco más de un metro de altura, erigido desde 1981, puesto para mostrar que ahí hay una frontera.

Ese pilar, raspado y desportillado en las esquinas está en medio de dos astas que sostienen las empolvadísimas banderas de Colombia y Venezuela; la primera viendo hacia Tres Bocas y la otra, más cercana al río.

Son los palos más altos de todo el lugar, a los que siempre alguien se sube a poner las banderas. De este lado no se cobra por poner la bandera, pero del otro, dicen, la Guardia paga a alguien para que se encarame y la cuelgue.

Las dos varas están separadas por la columna y, más allá, por una delgada grieta colmada de arena en el piso de la casa de Emilia.

Cualquiera pensaría que esa es la línea divisoria, pero no. Es solo una raja que, dice ella, se abrió al poco tiempo de edificada la casa, y que tiene los mismos años que otra mucho más dilatada en una de las paredes.

“Acá nunca traen nada”, dice casi con un grito cuando ve que se merodea en su territorio. “Ni una rampuchada, ni una lata de pintura. Una vez vino no sé qué político y dijo que esta casa debía ser un monumento y no sé qué más cosas, pero nada. Yo nunca he tenido nada ni de allá ni de acá”.

Visiblemente molesta se queda en su mecedora y toma un radio esperando escuchar una buena noticia, porque cuando voltea a ver si hubo algún movimiento por la parte trasera de otra de sus puertas advierte que “ni flores llegaron”.

El resto de la frontera

En la orilla del río Tarra, en el que confluyen los ríos Sardinata, Río Nuevo y Tibú, se juntan las canoas con la pesca de manamana, rampuche, palometa, y otras variedades que hoy abundan porque hay meses en los que la sequía reduce el nivel del río, y se acaba la bonanza.

“Ahorita está hondo esto, porque hay veces que el río le llega a uno hasta la rodilla y se pasa fácil al otro lado”, relata Samuel Pérez, fiscal de Tres Bocas.

El paso, el habitual paso, se cerró aquí hace apenas una semana, según dicen, y cesó el ineludible cruce junto a un puesto de la Guardia Nacional Bolivariana que está al frente de Tres Bocas.

Como si de cruzar una autopista se tratara, solo que en lancha y por mil pesos para la ida, más otros mil para el regreso, a diario pasaba gente de Tibú, o de cualquier parte de Norte de Santander rumbo a Venezuela, y viceversa, pero ya no. O al menos, no por allí.

Alguien cuenta que miembros de la misma Guardia dijeron entender la situación y ‘acordaron’ usar otras trochas para llegar a sus destinos.

Además de gente, algo de gasolina llega a este puerto, pero en menor cantidad que antes, y en últimas “si no hay manera de meterla, hay que cambiar de negocio”.

Por eso unos se dedican desde hace poco al mototaxismo, a $7 mil el pasaje; otros, venden lo que pescan; algunos más solo esperan bajo el hiriente sol que abran la frontera para volver a tener clientes, y la única mujer que descansa en la tabla del paradero de mototaxis anhela poder ir a Casigua, a una revisión médica.

“¡Uuuuu! Es que allá todo es gratis, y no lo demoran a uno. A mí me atendían puros cubanos en el hospital de Casigua. Los cubanos son una belleza...”, relata admirada.

Cuenta además que hace unos 20 años, esa porción de banca “sí que tenía movimiento”, cuando desde Venezuela llegaban los patrones de las fincas buscando trabajadores para el campo, pero del ajetreo solo quedan recuerdos.

Se cree que el precio del bolívar dañó todo, pero también la incursión paramilitar en la zona que paralizó desde 2004 a la Guardia, la cual no volvió a pasar “ni por un refresco”.

En cualquier momento llega una camioneta verde al puesto del frente, y discretamente la gente da la espalda.

“¡Aquí viene la ley! ¡Comisión, llegó comisión!”, dicen sin mirarse, pero al notar poco movimiento sigue el servicio de traslado para quienes bajan de las lanchas, mucho más abajo, por la trocha ‘habilitada’.

Así van y vienen en Tres Bocas, bromeando con que hay que cobrar un millón por la información que se lleva la prensa.

Mientras, Emilia pasa el resto de la tarde con la radio en las piernas aguardando el anuncio de apertura de la frontera porque por eso se vio obligada a acabar con la tienda y ahora, los cinco hombres de la camioneta blanca que vigila a los extraños prefieren beber en el parador de al lado y no en su fracturada casa.

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