Las acciones en la frontera cambiaron para siempre la realidad de hermanos, la percepción de buena vecindad.
Lo que duele
En apariencia, la forzada agarrada de manos de los cuatro presidentes en Quito —Juan Manuel Santos, Nicolás Maduro, Tabaré Vásquez y Rafael Correa, de Uruguay y Ecuador, le puso punto final a la crisis fronteriza entre Colombia y Venezuela. Pero no fue así. No es ni será así por un tiempo largo.
El cierre de la frontera y el bloqueo de mercancías, los discursos ofensivos de Maduro, del vicepresidente Jorge Arreaza, del líder de la Asamblea, Diosdado Cabello, pero, principalmente, del gobernador de Táchira, José Vielma, son lo de menos, en realidad.
Lo importante, y a la vez grave, son las acciones ilegales oficiales que, por lo que se percibe en la frontera, cambiaron para siempre el sentimiento de unos hacia otros, la realidad de hermanos, la percepción de buena vecindad. Ya nada será lo mismo que fue antes del 20 de agosto. Nada podrá ser igual.
Ese día, el hermano apuñaló a traición al hermano y lo obligó a huir con lo que tenía puesto, con el alma vestida de amargura, de dolor y de sorpresa, y con el inri de criminal, de secuestrador, de prostituta, de narcotraficante y de ladrón.
Y, eso, aún entre hermanos, entre hijos de la misma patria, es posible que se perdone, pero no que se olvide. Las heridas en el alma nunca permiten que la desmemoria anide en el corazón del maltratado injustamente… Y por lo menos 23.534 colombianos fueron maltratados por una política oficial que tuvo como único fin causar el mayor daño posible a gente indefensa e inocente.
Porque la frontera se pudo cerrar, como otra veces; porque el bloqueo de mercancías pudo ser la repetición de medidas anteriores, pero sin causarles el daño que se les causó a las personas, sin violarles sus derechos, sin pisotearles la dignidad, sin agrietar profundamente a las familias hasta separarlas, sin tener que demolerles las viviendas, sin echarlos a patadas, “como a perros con sarna”, como a sus 74 años lo dijo Jesús Orobio, un caucano que llegó con el alma en una mano y su nieta en la otra —sedientos—, en busca de ayuda en La Parada.
No había necesidad —nunca en casos así la hay— del trato ignominioso, ni la había del baldón y el vituperio; no hay explicación que justifique el hecho de obligar a los niños a meterse a un río pestilente solo para poner a salvo su integridad y su origen colombiano; no puede existir razón para correr al viejo con la amenaza de fusiles y botas carramplonas. No, nunca hubo necesidad.
No es el comercio, no es el paso de personas; incluso, no es la violación de la soberanía con aviones ni con soldados atrabiliarios y con ganas de matar. No, señores, nada de eso duele. Quizás molesta un poco, pero nada más.
Es el trato a las personas lo que araña el alma.
Ya no se puede ni olvidar ni esconder ese negro y profundo sentimiento por la ofensa retrechera y prepotente de un estado militarizado y guerrerista que les entregó todo el poder a unos soldados trogloditas y corruptos.
Desde el 20 de agosto, con el deseo de convencer a los electores de lo que no es posible, pero con el pretexto de combatir la criminalidad, el gobierno de Maduro arremetió contra niños y ancianos colombianos, a los que culpó de su propia ineficiencia para mantener abastecida a Venezuela con comida. Desde ese día, el río que nos unía a colombianos y venezolanos hoy nos separa.
En momentos así, valen mucho las palabras de aquél personaje de novela que le entregaba como único testamento a su hijo unas pocas palabras: Haz como yo, perdona los golpes, pero jamás olvides el nombre de quien te los dio”.
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