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Domingo, 2 Agosto 2015 - 9:45am

Dueños del arte y del semáforo

80 segundos dura el semáforo en rojo, tiempo que dividen para actuar y recoger monedas.

Laura Serrano
A la izquierda Alí, el malabarista, quien con su arte mantiene a sus dos hijos y su mujer. A la derecha ‘Caballo Loco’.
/ Foto: Laura Serrano
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Tres dueños del semáforo esperan la luz roja. Cada uno está en sitios diferentes.

Dos son vecinos, uno domina el monociclo, como jinete; el otro, distrae a los espectadores con malabares. Ambos divierten a los dueños de los motores que aguardan la luz verde en los primeros semáforos de la Diagonal Santander, antes de llegar al Banco de la Republica.

El último, está cerca del estadio. Con agilidad, pasea entre las manos las clavas para lograr el mismo objetivo. Cada uno toma 50 segundos de los 80 que dura el semáforo en rojo para entregar el espectáculo circense. El tiempo restante se va entre una moneda y otra que pasan a recibir.

‘Caballo Loco’, el más veterano de los tres, cautiva las miradas al treparse en el monociclo vestido de caballo. Este cartagenero de 1,80 metros de estatura lleva el arte en las venas. Hace 20 años eligió a Cúcuta como plaza artística por ser ciudad frontera. Alí, el malabarista, hace varios trucos al mismo tiempo: dos balones, una sombrilla, 3 mazas y 3 aros. Todo esto lo usa para imponer estilos y ritmos únicos frente al público. Ilussion, el último de los tres, hace la venia a los espectadores.

Tiene la sonrisa grande y con energía, entre una clava y otra, mantiene firme la expresión.

Son las 3 de la tarde. En mayo, el clima de Cúcuta es mezcla de vientos fuertes y temperaturas elevadas. Ambiente que para los tres dueños de los semáforos es pasajero, por eso lo toman con buena energía. Un buen día para estos hombres no lo define el clima, el resultado está sumado en pesos.

Cien mil es la cantidad máxima y 20 mil son pocos. En eso consiste el valor del día.

El semáforo ha pasado de verde a rojo. Es momento para la función de Caballo Loco. Deja pasar la luz roja, no está listo para empezar. Falta encender la radio y encontrar una buena emisora que lo anime a trabajar.

—Soy un hombre de ambiente y de bulla. Por eso me gusta trabajar con música—dice mientras pasa de un lado a otro el dial de las emisoras.

Define su trabajo como ‘matador’, por eso de que debe salir a matarse bajo el sol.

— ¡Ijaaaaa!

Empezó la función. El jinete arrea el caballo y al hacerlo golpea el trasero mientras maniobra entre vueltas y vueltas.

— ¡uuuuuuu juuuu!

El sombrero se ha caído. Pero es parte del espectáculo, desde el caballo, como buen jinete, lo recoge y termina la actuación. A un lado queda la montura, mientras que el jinete, sombrero en mano, se asoma por entre las ventanas de los autos a recibir la paga voluntaria.

Cuando Caballo loco termina, empieza la del vecino Alí. El malabarista tiene 25 años y espera en 2020 no seguir en este trabajo de artista callejero.

Hace un año vive en una casa improvisada, en la invasión La Conquista. Un día, en el semáforo de Unicentro, se le acercó un hombre para ofrecerle un lote con facilidad de pago, y ante la oportunidad, no dudó en aceptar.

Tiene dos hijos por los que se motiva a luchar.

Y por los que dejó el mundo oscuro en el que estuvo sumergido desde los 13 hasta los 21 años.

Un mundo de robo, cárceles y marihuana. Como un feligrés empieza a confesarse, baja la mirada y oculta la pena.

—Cuando mi hija nació, yo estaba con los malabares, y untado de mi pasado. Como no me rendían los reales, me llenaba de adrenalina y a cara pelada entraba a los almacenes y robaba la leche y los pañales que tenía que llevar a casa, hasta que un día me cansé. Eso de que tu conciencia te mata si no le pones cuidado… Estaba cansado y observé a mi hija, su mirada inocente me desnudó el alma, era como si supiera todo lo que el papá hacía por ella y sentí vergüenza. Decidí convertirme en un hombre nuevo.

—¿Y nunca más volvió ese viejo hombre?

—No, nunca… aunque aún me falta cambiar

—¿Por qué lo dice?

—Sigo siendo obstinado… obstinado con la vida, ahora mismo no me va bien. Pero hay que ponerle frente a la vida.

—¿Y por qué esos ojos llorosos?

—No me gusta hablar de esto. Mejor sigo el trabajo, en casa esperan.

A 700 metros, Ilussion está a punto de terminar la jornada laboral. Las horas de trabajo de este subchef han pasado entre el juego de las clavas y los malabares con fuego. Aunque, en los descansos entretiene a uno que otro transeúnte con el juego de las cartas.

Se dedica a ser un ilusionista, disfraza realidades con magia. Pasar de la técnica a la práctica le costó mucho, pero hoy ve los frutos.

—En mis actos de magia, lo que más me llena es que la gente me crea, y lo veo reflejado en los ojos que parpadean atónitos ante mis trucos.

El sueño anhelado es que su mamá se sienta orgullosa. A veces lo logra, otras no. Ha pasado por mucho de lo que se niega a hablar, porque quiere olvidar.

—He cometido muchos errores, mi temperamento no es mi amigo y por eso me he equivocado.

Por algo me dicen Ilussion, porque todo en mi vida es una ilusión.

Al final, los tres terminan las maromas y termina el espectáculo para los de a pie y los que van en carro.

Para el sociólogo Sixto Quintero, termina una forma de expresión social en la que cada uno intenta hacer de las habilidades artísticas mensajes cortos, llenos de juegos que trasmiten una salida a un mundo de libertad. Su mensaje es claro: divertir, pero reclamando la realidad.

*Laura Serrano Díaz

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