Dicen que las bandas criminales están contratando delincuentes con nacionalidad colombiana y venezolana, porque esa condición les facilita actuar.
Cúcuta, a saco
La vieja expresión cae como anillo al dedo para explicar lo que está ocurriendo desde hace ya un buen tiempo: desde Venezuela le están cayendo a saco a Cúcuta, la están cercando, invadiendo, contaminando, en un proceso explicable, pero silencioso, cubierto por la ilegalidad, y del que las autoridades parecen no darse cuenta.
Incluso hasta las formas de violencia urbana están cambiando. En Colombia, el asaltante hiere o mata si la víctima se opone o se resiste a entregar lo que le piden; en Venezuela, el proceso es a la inversa: el asaltante mata primero y luego despoja y huye, a la manera de como asesinaron al historiador y docente Pedro Cuadro Herrera.
Rumores dicen que las bandas criminales están contratando delincuentes que tienen doble nacionalidad colombiana y venezolana, porque esa condición les facilita actuar. Como colombianos pueden ir por donde quieran sin problemas, y delinquir, y luego, como venezolanos, pasar la frontera a su país, donde no los buscan. Es lo que sospechan algunos que sucedió con el ferretero Hernán Peñaranda, en San Luis.
Hay una realidad palpable: no parece un plan preconcebido, pero, como si lo fuera: Cúcuta se está venezolanizando poco a poco: el acento inconfundible se hace más claro en las zonas de invasión del espacio público, o en las busetas, donde un rosario de vendedores acompaña cada viaje; en algunas tiendas del centro, en taxis piratas, en fin, tal vez no en todas las actividades, pero sí en muchas…
En reciente marcha contra la ley que combate el contrabando, los grupos más beligerantes estaban integrados, según algunos testigos, por jóvenes con un indudable acento extranjero.
La advertencia sobre lo que ocurre fue lanzada hace ya meses, cuando en una batida, la Policía descubrió que varios de los vendedores ambulantes detenidos eran venezolanos, incluidos algunos delincuentes. ¿Alguna autoridad pondría atención a ese campanazo de alerta? Parece que no, pues el fenómeno migratorio es evidente. Para los ciudadanos, obvio, no para las autoridades. Ni siquiera para las nuestras.
Y decimos las nuestras, las locales, porque las nacionales, por ejemplo las de la Cancillería, con su actitud de desapego por los altos intereses fronterizos, demuestran que privilegian otros, más personales, más rentables en méritos y reconocimientos, en fin, menos prosaicos que un problema de venezolanos indocumentados que se quedan con el trabajo de los cucuteños o que buscan trasplantar aquí sus formas de violencia.
¿Podrán las autoridades migratorias colombianas afirmar, sin equivocarse, que no hay venezolanos trabajando sin permiso legal? Si esas autoridades garantizan que no hay extranjeros trabajando ilegalmente en el Área Metropolitano de Cúcuta, significa que están cumpliendo con sus funciones a cabalidad. Pero, si no pueden garantizarlo, ¿qué esperan para actuar? A más de ser la segunda ciudad con mayor desempleo y paraíso receptor de la informalidad por razones conocidas, ahora un fenómeno muy particular de desplazamiento de mano de obra solo preocupa a los desplazados.
En general, Colombia ha sido país cerrado a la inmigración. Solo en los tiempos recientes se ha dado alguna apertura para la llegada de extranjeros, que se establecen de acuerdo con todas las exigencias legales.
Cúcuta, por sus especiales circunstancias geográficas, sabe más de inmigración que el resto del país, y trata bien a los extranjeros que se afincan acá. Pero lo que está ocurriendo ahora es algo diferente de lo acostumbrado: no todos los venezolanos que llegan lo hacen con el lleno satisfactorio de requisitos, ni pueden garantizar limpieza de antecedentes.
Por eso, se impone que todos los organismos del Estado relacionados con la inmigración busquen a los que se deben ir y los envíen de regreso. Antes de que el fenómeno se haga irreversible.
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