La historia de las tinieblas que se ‘tragaron’ la vida de los Montañez.
En Chitagá vivían a oscuras después de 134 años de inventada la luz
Por: Juan Carlos Castañeda Guerrero / Enviado Especial La Opinión
Sobre su delgado cuerpo reposan desde hace días los colores del amado Cúcuta Deportivo, del Milan de Italia, del Flamengo de Brasil, del Colón de Argentina o del Atlas de México.
De cualquiera de estos equipos que tenga un estampado rojo y negro está enterado Beto, quien ha hecho de su imaginación un estadio de fútbol, y de su oído, el único parlante que le dibuja en la mente cada gambeta, cada pase y cada gol de sus escuadras preferidas.
Las voces de narradores y comentaristas de fútbol se han vuelto sus mejores amigas en las jornadas en las que, desde las 4:00 de la mañana, está en pie para sembrar o recoger cilantro, cebolla y lulos, las únicas riquezas que por estos días brotan de su tierra, en la vereda Tapurcuá de Chitagá.
Al salir a su recorrido diario, hay tres cosas que no puede olvidar: las botas, la machetilla y el radio de cuatro pilas grandes, al que consiente casi como a su hija Dasly, una pequeña de dos años y medio, quien se ha convertido en el motor para cambiar una realidad en tinieblas en la que ha vivido desde que respira, pues en esta zona montañosa nunca ha habido luz eléctrica.
En sus 25 años todo ha sido a punta de vela, por eso sus noches empiezan a las 5:30 de la tarde. A Esa hora se acuesta a dormir con su mujer, su hija, su mamá, su papá y su hermano mayor, todos en una misma habitación de dos metros y medio de ancho por cuatro metros de largo, no solo porque no tienen un espacio más amplio; también para hacerle el quite al frío, que en Tapurcuá tiene temperaturas que llegan casi a los 5 o 6 grados centígrados.
A diferencia de muchos jóvenes de su edad, Alberto (Beto) Montañez Suárez, no piensa en qué comerá o beberá mientras disfruta un partido de la Selección Colombia en un televisor, sino por cuánto tiempo deberá ahorrar para comprarse las ‘cuatro pilas gordas’ que hacen funcionar su trajeado radio, en el que ha tenido que imaginarse los goles de Radamel Falcao García, los pases de James Rodríguez y las atajadas de David Ospina que llevaron al equipo al mundial Brasil 2014.
“Yo me emociono con el grito de los narradores porque el fútbol me gusta demasiado y conozco de todas las ligas del mundo. Lo que hago es hacerme a la idea de cómo un jugador metió el pase, a qué ángulo disparó y cómo fue la celebración, pero hasta ahí llego”, exclama Beto, mientras corta una tabla en la que por lo general pone dos velas en el único lugar de su casa donde pueden acomodar algunas sillas y lo que para la familia es una sala y un comedor.
Todos los días son un 7 de diciembre
Si las manecillas del reloj apuntan a las 8:00 de la noche, ya es una trasnochada para los Montañez Suárez, pero no por eso han perdido la costumbre de compartir una taza de café. Un día cualquiera, cuando los últimos rayos del sol se los empieza a tragar una enorme mancha negra llamada oscuridad, en medio de las tinieblas suena una bolsa de donde sacan una vela, otra que se suma a las que se prenden en la cocina de Nohora Suárez Durán, donde La Opinión pasó la noche para conocer de cerca cómo es vivir sin luz.
Nohorita, como le dicen las vecinas, es la mamá de Beto, quien con tristeza reconoce que desde hace 20 años no ve una novela. La más reciente fue la Potra Zaina, protagonizada por Aura Cristina Geithner, quien le alcanzó a desgarrar lágrimas con su historia. “No tener luz lo hace a uno diferente, mis hijos no tuvieron la dicha como otros muchachos, acá la única luz que tenemos es la de las velas, por eso hasta nos reímos de que para nosotros todos los días es el de las velitas, todos los días es un 7 de diciembre, porque prendemos entre una y dos para poder vernos las caras de noche”.
Mensualmente gastan entre 35 y 40 velas y ni hablar del número de cajas de fósforos, usados también para prender la estufa reguladora de humo, lo único que le ha regalado la Gobernación de Norte de Santander desde la pasada administración.
Con voz baja y apenada, la jefa del hogar cuenta que este es el único beneficio que han recibido, al considerar que por el hecho de vivir en la punta de una montaña, pareciera que no fueran parte de esta tierra. Para ella, los casi 100 minutos caminando que separan su vivienda de la primera carretera estable, son la causa principal del abandono del Gobierno.
La empedrada y empinada trocha por la que cabe una persona o un caballo, y por la que se camina hacia su finca es el lugar para llegar a Tapurcuá, donde viven otras 20 familias en condiciones similares. Su voz contrasta con la fuerza de sus brazos y también con la de su interior, pues es capaz de rajar de tres hachazos un tronco para calentar el horno, lo que acompaña con su dedicación de madre, al confesar que por más de 25 años tuvo que cocinar entre ladrillos y fogatas de leña.
El panorama no pudo ser más difícil al relatar que parte de la cantidad de humo que tragó mientras le cocinaba a su familia, también penetró a sus ojos que, enrojecidos y en tinieblas, observaban al horizonte en medio de un imponente paisaje que imaginaban cómo sería una vida diferente.
“En una época nos tocó hacer lámparas de gas con potes de mayonesa, pero echaban mucho humo y eran muy peligrosas, yo me iba enfermando y por eso nos tocó cambiar a las velas. Se gasta más plata, pero hay que cuidar la salud”, cuenta Nohora, mientras tose y mira a su nuera y su nieta, condenadas a vivir la misma situación.
¡Vámonos pa’l monte!
Quien no conoce Tapurcuá y tiene programado visitarla, es recomendable que coma poco y, ojalá, alimentos suaves, pues si lo ataca un dolor estomacal, lo más seguro es que deba entonar la canción de Eddie Palmieri Vámonos pa’l monte.
Entre la maleza, oculto y como los animales. Así se hacen las necesidades fisiológicas en la vereda, pues carecen de baños, letrinas o algo parecido donde puedan hacerlas con dignidad.
Acomodados sobre unas tablas y encima de una caja de panelas, está –quizá– el tesoro más grande de los Montañez Suárez: un paquete empezado de rollos de papel higiénico de hoja sencilla, que se convierte en la salvación cuando necesitan defecar.
Allí no usan la frase ‘si me necesitan estoy en el baño’, sino ‘me demoro 15 minuticos, voy pa’l monte’, actividad que tienen que cumplir a diario las 150 personas en promedio que habitan este olvidado paraje rural chitaguense.
Tampoco tienen agua potable, pues la que llega la jalan con una manguera desde una quebrada, y lo más parecido a un baño, es un lavadero que lo usan para lavarse los dientes y no más.
Ni reggaetón ni vallenato
A los 16 años Mónica Duque se convirtió en madre de Dasly Katerine y en la mujer de Beto, al que conoció en medio del entierro de su abuela, en una vereda de Cácota. Lo que apaciguó el dolor de la partida de la nona fueron el cruce de miradas y, sin quererlo, surgió el amor, que se empezó a nutrir a punta de mensajes de texto desde el celular.
“Lo que menos me gusta de no tener luz es pedir favores, porque no todos los días la gente tiene el mismo genio. A mí me toca bajar dos o tres veces a la semana hasta la otra vereda, como a 50 minutos caminando para poner a cargar el celular”, señala Beto, quien admite que su conquista peligró cuando a veces no podía escribirle a Mónica, hoy de 18 años.
El cambio de vida de Mónica fue de 180 grados, no solo por haber quedado embarazada desde los 15 años, sino por tener que dejar en su casa paterna el vallenato y el reggaetón, que a diario escuchaba. En la pequeña finca de su esposo, la labor es barrer, cocinar y cuidar a su hija, hasta que el reloj da las 5:30 de la tarde. “Claro que me gusta la música, a veces me acuerdo de los vallenatos y de la música romántica que daban en Cácota stereo, porque en la vereda donde viven mis papás si hay luz”, expresó.
Un milagro llamado luz
Solo hasta el pasado jueves los Montañez Suárez fueron testigos presenciales del invento más grande de la historia logrado por Thomas Alva Edison: la bombilla eléctrica. Lo cuestionable fue que llegó a su vereda 134 años después de ser usado en todo el mundo, muestra del atraso en el que permanecen unas 200 veredas de Norte de Santander.
Cansados de tantas promesas de que en Tapurcuá algún día habría luz, reacios ante la cantidad de trámites para lograrlo, e incrédulos de que alguien se ‘pegara’ la caminada para instalarla. A esa incertidumbre se enfrentaron tres técnicos de Centrales Eléctricas de Norte de Santander el día que electrificaron la casa de Beto y su familia.
Ramón, quien llegó con la buena nueva, enfiló sus ojos hacia los postes de energía y hacia el transformador que meses antes se habían instalado y desde lejos gritó “Beto, vengo a traerle a ‘lucinda’ para que me la cuide acá”, refiriéndose al nuevo servicio de luz que iban a recibir.
De las corroídas cuatro paredes de la cocina, negras de tanto humo, se alcanzaron a asomar tres generaciones de miradas: la de Nohora, que observó con esperanza, la de Mónica, que se enfocó en los bombillos y la de Dasly, quien con inocencia le pidió a su madre que la alzara para no perder detalle de la conversación.
Mientras los técnicos instalaban los fusibles que iban a energizar toda la vereda, la dueña de casa esculcó y encontró una licuadora que guardaba con la esperanza de usarla no solo para sostener panelas y rollos de papel higiénico; al desempolvarla recalcó en que su nieta merecía probar al menos una vez un jugo de lulo, y no agua con sabor a limón.
“Pero hasta no ver no creer”, repetía Beto, entre risas, aún con la desconfianza de no ver la luz artificial. La familia se revolucionó: mientras los técnicos trabajaban Mónica tomó su celular -con dos rayas de batería- y llamó a su cuñada y a una vecina para invitarlas a un sancocho, algo que no se ve mucho en la vereda.
Nohora empezó a barrer con su escoba –hecha con hojas de árboles y amarrada con cabuya- pues el presentimiento era que ese día iba a recibir más visitas, mientras que Beto, al comando del almuerzo, despescuezó un gallo y una gallina en menos de 5 segundos. Los puso de cabeza para desangrarlos y se los entregó a su esposa, para desplumarlos; “es que esto hay que celebrarlo”, repetía el muchacho, quien no perdía de vista el apagador y el tomacorriente.
Cuando las pruebas fueron seguras, Ramón gritó “ahora si conecten lo que quieran”. Y fue ahí cuando todo se iluminó: no solo las bombillas ahorradoras de luz, sino también los rostros de cada miembro de la familia, lo que se sumó a una sonrisa de esas que embellecen el alma, una mueca sincera, de esas que tuvieron trancada por años, pero que ahora podrá alegrar a la más pequeña de la casa.
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