En la capital venezolana, por ejemplo, hay normalidad en las gasolineras, mientras en Maracaibo deben hacer colas de horas.
Caracas y Maracaibo, de la “vitrina” al “martirio”
Gendry enfurece al ver un video de un hombre que cargó gasolina en cinco minutos en Caracas. Él ha pasado tres días en fila en Maracaibo. La crisis asola a toda Venezuela, pero no por igual.
“Me indigna que estemos en el mismo país y seamos una cosa allá y otra acá”, dice Gendry Parra, comerciante de 44 años, desgranando lamentos: no tiene agua, los apagones duran días y tampoco hay gas ni dinero en efectivo.
El hombre del video es Alberto Arriechi, cuya única inquietud es conseguir nafta de alto octanaje.
Arriechi se reconoce privilegiado frente a millones de venezolanos del interior, donde la escasez de combustible arreció en abril por una caída en la refinación y falta de liquidez para importarlo. Da “gracias a Dios”.
Como todos los caraqueños, este ingeniero de 29 años quedó excluido del racionamiento eléctrico que aplica el gobierno de Nicolás Maduro, tras una ola de apagones desde marzo.
Los venezolanos volvieron a quedar a oscuras el lunes, por siete horas en Caracas y hasta 48 en el interior del país.
Algo similar pasa con la gasolina. En ciudades como Maracaibo denuncian cobros en dólares; a Arriechi le bastan unos pocos bolívares para pagar el ridículo precio: con un dólar se compran en teoría 855 millones de litros.
Según el privado Observatorio de Servicios Públicos, ocho de cada diez habitantes de Maracaibo consideran negativa la calidad del suministro de agua y electricidad.
Caracas, con seis millones de habitantes, tiene la mayor percepción positiva del servicio de energía, 75%.
Para Gendry son dos películas: una ingrata para la mayoría, aunque llevadera, y otra de “terror” en la segunda ciudad del país.
“Todo ha empeorado”
A orillas del Lago de Maracaibo, Johannis Semprún corrobora esa desdicha. “¿Agua? ¡Uh! Desde noviembre no baja”.
Es tal el deterioro del petrolero estado Zulia, del que Maracaibo es capital, que sus habitantes aseguran vivir un “martirio”.
“Ahorita sí hay luz. Y digo bien: ‘ahorita’. No te extrañe que dentro de un rato se vaya”, advierte Johannis, de 37 años, con seis hijos y un esposo discapacitado. Allí, los apagones completan una década y el transporte agoniza.
“Todo ha empeorado”, suspira, recordando la gloria pasada de Maracaibo, primera en conocer la electricidad en Venezuela.
Esta urbe, donde el calor derrite, disfrutó la bonanza petrolera, pero la crisis la hundió. La producción se derrumbó de 3,2 millones a 1 millón de barriles diarios en una década.
Víctima de una economía reducida a la mitad en cinco años y dolarizada de facto, Johannis retiró a sus hijos del colegio y ahora comen en una iglesia evangélica.
“La pobreza ha aumentado”, comenta Isabel Castro, responsable del lugar, donde una treintena de niños festeja el almuerzo: una sopa con fideos y algo de carne.
Caracas, “vitrina”
Harto de las disparidades, Warin Guerrero, dirigente ganadero de Barinas (oeste), pidió a los productores no enviar más comida a Caracas.
“Allá no existe ningún problema (...), somos tratados como venezolanos de segunda”, dijo. Los alimentos siguen llegando.
Los privilegios tienen raíces en un centralismo histórico; ahora responden a un sesgo del gobierno, opina Andrés Cañizález, experto en comunicación política.
“Existe la creencia de que si hay un estallido social en Caracas, se extendería a todo el país; que si mantenemos a Caracas relativamente bien, si no se rebela, el resto funciona”, añade.
La capital también es una “vitrina” frente a embajadores y extranjeros, una “operación propagandística”, sostiene.
Buscando mejores condiciones, algunos se mudan a Caracas, lo que según el analista Henkel García se refleja en una mayor demanda de alquileres.
La aparente normalidad caraqueña incluye una mayor oferta de productos, que hace olvidar colas y estantes vacíos. Proliferan bodegones de bienes importados, con precios en dólares.
Una fantasía, pues pocos pueden pagar con salarios destruidos por una inflación que -según el FMI- alcanzará 10.000.000% este año.
En el mercado de Las Pulgas, en Maracaibo, es común que los pobres compren huesos y vísceras.
“¡Me da igual!”
Empleada de limpieza de 49 años, Josefina Galindo sintió “rabia, impotencia”, tras escuchar el precio del café en un bodegón: 15 dólares por 250 gramos. Gana 9 dólares.
“Es como si lo estuvieran corriendo a uno de la tienda”, lamenta.
Con la bonanza, el Estado entregó dólares subsidiados a manos llenas para importar; el festín duró una década y hoy la producción cubre un cuarto de las necesidades.
Quienes pueden pagar en dólares son una minoría, aunque las remesas crecen por la migración, dice el presidente de la privada Consecomercio, Felipe Capozzolo.
Aun en la burbuja, Josefina lleva más de un año sin comprar carne. Camino a casa pasa por un mercado callejero: “Lo que hago es puro ver carne y precios”.
Fuera de la burbuja, en Maracaibo, Roberto (nombre cambiado) se unirá a los cuatro millones que huyeron de la crisis desde 2015, según la ONU. “Me iré a Chile en camión, en bus. ¡Me da igual!”.
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