La inmigrante Lisbeth Miladis Pérez vio en esta ciudad fronteriza una oportunidad para crecer.
Todo se lo debo a Dios: venezolana que emprende en Cúcuta

Lisbeth Miladis Pérez jamás olvidará el 20 de septiembre de 2015, cuando, después de atravesar a Venezuela y a través de las ventanillas de los autobuses en los que se subió conocer parajes de su país que nunca había visto, llegó a Colombia como una más de los 4 millones de compatriotas suyos que han dejado su patria.
Empacó sus sueños de un futuro mejor, se despidió de sus cinco hijos y dejó Punto Fijo (Estado Falcón), tierra que la vio nacer, para llegar a San Antonio (Táchira) y con el credo en la boca cruzar la frontera sobre el puente Simón Bolívar hasta llegar a Cúcuta, donde la esperaba un cuñado con el que compartió el piso de una habitación junto a cinco personas más.
El 21 de septiembre, muy temprano, se llenó de metas, se encomendó a Dios y salió a caminar por las calles de Cúcuta vendiendo agua en bolsa.
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Así conoció el centro, la sexta y algunas calles que aún no sabe cómo se llaman; sirvió mesas en restaurantes en los que no le pagaron lo prometido, pero sí con desprecio; lavó platos, picó verduras, se quemó las manos mientras cocinaba. Todo esto también lo hacía, pero con amor, en su restaurante de Punto Fijo, el mismo que se vio en la obligación de dejar por no conseguir alimentos para preparar.
Centrada en sus sueños
Lisbeth Pérez no dejó de pedirle a Dios que le diera la bendición prometida en tierras lejanas. "Eso me dijo Dios cuando salí de Venezuela, que en tierras lejanas iba a recibir mi bendición".
Con sus ojos aguados recuerda el día en que una amiga con la que había trabajado la esperó afuera del restaurante donde laboraba en ese momento para hablarle de la oportunidad de tener su propio restaurante donde antes habían estado, pues lo iban a arrendar. No lo pensó dos veces y se aventuró a abrirle las puertas a nuevas oportunidades.
Hizo el negocio por $400 mil pesos mensuales y el 10 de marzo de 2017 sintió abrazar su primer sueño: tenía su propio restaurante.
No pensaba fracasar, los primeros días fueron duros en ventas, pero no quiso perder las fuerzas y mantuvo claras sus metas. La comunicación diaria con sus hijos y familiares en Venezuela fue un motor fundamental, "todos los días hablaba con ellos, mi bebé de ocho años siempre era lo más duro, despedirme de ella", comentó Lisbeth sin saber que labraría un camino al éxito que regó con sus propias lágrimas y abonó de la mano de Dios.
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Un año después cosechó su paciencia y hoy ve los frutos de su constancia, dedicación y esfuerzo.
La llamada de marzo
(Su restaurante está ubicado en la calle 33 con avenida 8 del barrio La Ermita.)
Los días fueron mejores para Lisbeth, el apoyo económico a su familia creció y su confianza se fortaleció. Poco tiempo después ingresó a una larga lista de venezolanos y colombianos que aspiraban a un programa de capital semilla con la Cruz Roja.
Un día cualquiera recibió una llamada que le cambió su vida, allí le decían sobre un capital para continuar creciendo su negocio. Con ese dinero compró menaje, sillas, mesas y vio cómo su negocio se proyectó.
"Ese día no sabía si llorar, gritar, no lo podía creer", asegura esta mujer señalando al cielo. "Jamás perdí la fe". Con felicidad hoy cuenta que reagrupó a su familia, sus cinco hijos duermen a su lado, y sus hermanas y cuñados la apoyan en el crecimiento del restaurante. Sus hijos estudian y comen todos los días.
En su natal Punto Fijo queda su casa a cargo de un cuñado, a la que algún día regresará solo de visita. "Es mi patria, me duele, no quiero ser desagradecida, amo Venezuela, le debo todo, pero hoy no es un sitio para vivir”.
Lisbeth estudia finanzas en la Universidad Libre junto a otros 23 venezolanos que apoya la Cruz Roja para fortalecer sus unidades productivas, entre ellas, restaurantes, ventas de jugos, peluquerías, reparación de electrodomésticos y hasta pollos de levante.
Geraldine García / Q'hubo
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