Preocupa el despliegue bélico, en una zona que lleva semanas en una sola marcha por la tranquilidad y el progreso.
Lo que no se entiende
El corazón tiene razones que la razón no comprende. El gobierno colombiano también. Porque no es fácil entender lo que se pretende con la militarización extrema del Catatumbo, una zona ya ronca de pedir, en todos los tonos, que alguna parte del Estado haga presencia allí, cualquier parte, menos la represiva.
Pero es, precisamente es, la que el gobierno de Iván Duque refuerza hasta más no poder: si ya hay allí 12.000 soldados como lo han dicho diversos voceros militares, ¿para qué se quieren otros 3.200 de la Fuerza de Despliegue Rápido (Fudra) que el presidente desplazó a Ocaña?
La lectura que le dan las gentes del Catatumbo a la acción oficial es la de que les llegó el fin a los programas derivados del acuerdo de paz con las Farc, entre ellos el de sustitución voluntaria de cultivos ilícitos, y que todos los planes de redención de la región volvieron al nido de los sueños.
Una Fudra es un organismo militar eminentemente bélico: son tropas de asalto conformadas por cuatro brigadas móviles y un batallón de apoyo y servicios para el combate, que tiene, además, respaldo de helicópteros UH-60 Black Hawk y MI-17 de la aviación del Ejército, y de aeronaves de la Fuerza Aérea Colombiana (Fac).
Significa lo anterior que esos no son batallones de ingenieros para arreglar las carreteras de la región y abrir otras, como ingenuamente quizás pudieron pensar los catatumberos despistados: definitivamente, son soldados para la guerra, pero ¿para cuál?
Fudra es el emblema de la modernidad militar colombiana, sin más vueltas…
Realmente, preocupa ese despliegue bélico, en una zona que lleva semanas en una sola marcha por la tranquilidad y el progreso.
Y preocupa, porque 15.000 soldados en una región de solo 4.800 kilómetros cuadrados es, en la práctica, un gran cuartel, con todo lo que ello significa para los deseos de tranquilidad de las personas, y para todo los que signifique desarrollo, que se le sigue negando al Catatumbo. No hay carreteras, no hay escuelas, no hay servicio de salud, no hay recreación, no hay salida a los mercados para los productos —y en tiempos de guerra hay más restricciones—, no hay Estado, no hay tejido social…
Pero hay soldados, y muchos, y tambores de guerra sonando, y nerviosismo y temor de la gente. Porque si en algunas partes los colombianos superaron el terrible asunto de los falsos positivos, en el Catatumbo, no. Al fin y al cabo, la infame serie de crímenes la iniciaron oficiales del batallón de Ocaña, el principal de la región…
Parte de lo que está ocurriendo se explica fácilmente en la existencia de dos países contradictorios, diferentes, desconocidos mutuamente: Bogotá, por una parte, y el resto del país, por la otra. En Bogotá se habla un idioma, en el resto del país, otro, que allá desconocen. Quizás sea por eso que cuando, por ejemplo acá, se pide presencia del Estado, allá entienden tropas, armas, represión…
Ahora, que si la represión fuera para enfrentar el narcotráfico y las guerrillas, podría entenderse parcialmente el asunto. Pero la experiencia es tozuda, y siempre saca a relucir lo que ha ocurrido a lo largo de los años: las muertes de inocentes, los abusos con los campesinos, las arbitrariedades, la impunidad, la injusticia, el reino de la sospecha generalizada, el desplazamiento masivo, la complicidad con fuerzas criminales.
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