Urabá no es otro mundo, como se puede pensar al ver las escenas de la gente aplaudiendo el cadáver de un criminal.

Realmente no aplauden el cadáver, sino al asesino, al delincuente redomado, al violador de niñas y niños, al frío extorsionista de otros criminales que no se frena ante nada con tal de alcanzar sus aborrecibles fines. Porque en la nueva cultura se aplaude al criminal, vivo o muerto, se le endiosa, se le hace santo a las buenas o a las malas…

No es otro, es el mismo mundo en el que llevamos viviendo décadas, el mismo en el que la obscena cultura del todo se vale se valió de todo para imponerse y más que trastrocar los valores los abolió de la noche a la mañana e implantó principios como el de la pistola más grande y el acto corrupto más impune, como guías de vida.

Las largas filas de motociclistas y automovilistas escoltando el ataúd de Luis Orlando ‘Inglaterra’ Padierna, el segundo hombre de Los Urabeños, devenido en el Clan del Golfo, y los aplausos y vivas, y los corridos sobre narcotráfico cantados a todo pulmón por las calles de Carepa, o las de San Pedro de Urabá en septiembre, cuando sepultaron a Roberto ‘Gavilán’ Vargas Gutiérrez, son imposibles de olvidar, por las profundas arcadas y la náusea que provocaron.

Desde luego, manifestaciones como las de Urabá no son nuevas, ni exclusivas de esa parte del país. Y, al paso que llevamos, podrían no ser las últimas.

Para muchos colombianos, y en especial antioqueños, Pablo Emilio Escobar Gaviria parece que no murió acribillado sobre aquel techo de Medellín hace 24 años, y hablan de él como si fuera el más ejemplar de los ciudadanos, no como el autor de centenares, si no miles de asesinatos incluso mediante el uso de bombas contra los centros comerciales.

En otras regiones, las dependencias gubernamentales albergan funcionarios que no tienen reparo alguno para llenar de elogios a exfuncionarios criminales, reos de asesinato que están en la cárcel, aunque conservan poder político, por razón de abyectos seguidores que los llenan de lisonjas, de honores y de dinero, mucho dinero, pero no de ellos, sino del Estado. Es decir, de todos los colombianos…

Y todo, sin que las autoridades que deben intervenir siquiera se inmuten: ellas, imbuidas quizás por la cultura de lo ilegal que nos ahíta, permanecen paralizadas y mirando a otros lados, confirmando que cuando se habla de que todo se vale es así, todo se vale, incluso el asqueroso silencio profundo ante lo evidente.

Lo que se hubiera escandalizado hoy —en Cúcuta, por ejemplo—, don Enrique Santos Discépolo —ese sí un inmortal, por su tango Cambalache—: ‘Siglo veinte, cambalache/ problemático y febril.../ El que no llora no mama/ y el que no afana es un gil./ ¡Dale, nomás...!/ ¡Dale, que va...!/ ¡Que allá en el Horno/ nos vamo’a encontrar...!/ No pienses más;/ sentate a un lao,/ que a nadie importa si naciste honrao.../ Es lo mismo el que labura/ noche y día como un buey,/ que el que vive de los otros,/ que el que mata,/ que el que cura,/ o está fuera de la ley...’