Hael Kalawi recicla basura en Beirut para mantener a sus cuatro hijos; su esposo desapareció hace tres años, durante la guerra.
Refugiada siria, de niña comprometida a madre soltera
Las primeras semanas trabajando en el reciclaje de basura, Hael Kalawi volvía a su casa llorando.
No era solo por lo deprimente del trabajo, en un sótano mal alumbrado donde esta refugiada de 31 años con rostro angelical, escarba entre contenedores llenos de basura. Ocurre que en Siria se crió pensando que el lugar de la mujer estaba en la casa y que era vergonzoso trabajar afuera. De hecho, no se le permitía comprar su propia ropa ni decidir qué quería ver en televisión.
Ahora, en un barrio marginal de Beirut, Kalawi es el único sustento de sus cuatro hijos. No le queda otro remedio: su esposo desapareció hace tres años, durante la guerra civil siria. Si bien añora su antigua vida, llena de comodidades, descubrió una fortaleza que no sabía que tenía e hizo a un lado las nociones de lo que debe ser una mujer.
“Le digo a mis hijos que soy el hombre de la casa”, cuenta Kalawi, sentada en uno de los colchones grises esparcidos por el piso de la modesta habitación que alquila. “Soy el padre y la madre. La que trabaja. La que compra los vegetales. La que los saca a la calle y les procura lo que necesitan”.
En todo el mundo las mujeres a menudo sufren las consecuencias de guerras como la de Siria. En el Líbano, aproximadamente una tercera parte de los 240.000 hogares de refugiados sirios están encabezados por mujeres cuyos esposos --tradicionalmente el sustento de la familia-- están muertos, desaparecidos o se quedaron en sus países.
En el exilio, algunas de estas mujeres se sienten vulnerables al hostigamiento y la violencia. Pero otras como Kalawi han pasado a ser agentes de cambio en una región donde todavía es bastante inusual que una mujer sea la jefa de la familia.
Kalawi se crió en una comunidad conservadora en la que las mujeres se casan jóvenes. A los 15 ya había rechazado varias propuestas matrimoniales. Pero un día decidió aceptar la de un desconocido, Mohammed Dahla, de 28 años. Y se casaron a los dos meses.
“Cuando lo vi, me gustó”, cuenta Kalawi.
Dejó la escuela en el décimo grado, a pesar de que su marido quería que siguiese estudiando, y quedó embarazada.
Le encantaba ser madre. Pero pronto se arrepintió de haber tenido tantos hijos, tan rápido. Su esposo pensaba que lo desatendía por prestar atención a los niños y se tornó distante.
Él decidía todo en la familia. Ella se pasaba el día cocinando, limpiando y ayudando a sus hijos en sus tareas escolares.
Todo esto terminó cuando estalló la guerra civil. En agosto del 2013 su tío, su esposa y un hijo de ambos murieron al caer un proyectil cerca de ellos. Otro cohete mató a dos primos. La pareja decidió irse.
Kalawi y sus hijos se mudaron a la casa de los abuelos en Damasco. Su esposo se les uniría más adelante, luego de vender el auto y otras pertenencias. Pero desapareció, igual que tantos otros miles de hombres que caen víctimas de la guerra, son reclutados por la fuerza o simplemente se pierden de vista.
Los primeros meses sin él fueron duros.
(Haela Kalawi (centro) y otras refugiadas sirias toman clases de inglés en el centro de reciclaje de Beirut donde trabajan.)
Cuando la guerra escaló, la familia se fue al Líbano, en mayo del 2015. Allí Kalawi se unió a su madre viuda, una tía divorciada y una prima de 20 años de cuyo marido no tenía noticias desde que se lo llevaron las fuerzas de seguridad sirias hacía cuatro años.
Las mujeres, con diez niños entre todas, viven en pequeñas habitaciones al final de un callejón sin salida en un barrio muy humilde de Beirut.
Kalawi era la que más se resistía a trabajar. En Siria criticaba a su madre por aceptar trabajos ocasionales haciendo vestidos de novia.
“Me sorprendió que mi hija aceptase trabajar”, afirma la madre, Wujdan Ghazal, de 50 años y quien gana 400 dólares al mes como costurera, haciendo cubrecamas.
“Necesitaba dinero”, explica su hija. “No quería pedirle dinero a mi madre”.
Ahora Kalawi trabaja seis días a la semana en un centro de reciclaje de Beirut en el que se separan vidrios, plásticos y otros materiales y se los almacena bajo tierra. Celebró su primer cheque llevando a sus hijos a un restaurante junto al mar y a un parque de diversiones.
Kalawi comparte una habitación con su niña y sus tres varones, de entre cuatro y 14 años de edad. Colocan la ropa detrás de la puerta. Una pequeña ventana deja entrar algo de luz, pero mantienen encendida una bombilla incluso durante el día.
Siempre piensa en el dinero. Vendió su dote de oro y hace dos meses vendió el anillo de su marido. Lo único que le queda es un collar de oro con el nombre de su hija, que Kalawi dice que nunca va a vender porque es su último lazo con Siria.
En un día típico, los chicos van a la escuela y Kalawi y su tía se van a las 8:45 de la mañana a pie al centro de reciclaje, que queda cerca. Allí se encuentran con cuatro primas.
El dueño del centro ofrece clases de inglés a sus empleados. Kawali aprende más rápido que sus familiares y se siente bien cuando la maestra la elogia.
Después del trabajo la familia come junta y las mujeres, que cocinan bien, fantasean con abrir un servicio de comidas para fiestas, pero necesitan un inversionista.
Por las noches, cuando los chicos se duermen, Kalawi ve televisión, algo que no siempre podía hacer en Siria porque su esposo decidía lo que se veía.
Kalawi sueña con regresar a Siria algún día. Pero valora su independencia y no quiere volver a casarse. “Me casé a los 15 años y quedé apresada”, afirma. “No tenía personalidad, no opinaba. Tenía que decir sí a todo”.
“Ahora tengo personalidad, dependo de mí misma”, agrega. “Era muy tímida en todas las circunstancias. Ahora hablo libremente. La gente que me conocía de antes hoy se sorprendería si me viese”.
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