Es natural que nos duelan profundamente esas personas destrozadas por el Cemtex, el Anfo, el C-4 y la metralla.
¿Y los nuestros?
Es una cultura inexplicable. E inexplicada. Tiene que ver con la manera de reaccionar de los colombianos ante hechos que, si bien es cierto, generan un gran impacto en la sensibilidad personal y colectiva, también lo es que entre nosotros ocurren cosas peores que a duras penas nos inquietan.
Los terribles atentados llevados a cabo por soldados del Estado Islámico y otras organizaciones terroristas en países desarrollados de Europa y en Estados Unidos, por ejemplo, son acciones de un salvajismo tal que sería inconcebible no rechazarlos con toda la ira desbordada.
Se trata, casi sin excepción, de personas inocentes que, por azar, están en el lugar equivocado en un momento loco de la historia, y que pagan con su vida esa fatal casualidad de cruzarse en el camino de terroristas que defienden ideas de las que muy pocas de sus víctimas han escuchado hablar.
Es natural que nos duelan profundamente esas personas destrozadas por el Cemtex, el Anfo, el C-4 y la metralla; sería asumir una actitud casi inhumana, ni siquiera inmutarse ante las imágenes de la televisión en directo de sangre a ríos y de carne humeante, todo en medio de un caos del que pocos antecedentes hay.
Orgullosas ciudades como Nueva York, Londres, Moscú, París, Bruselas…, y sus altivos habitantes, son humillados por los bombazos traicioneros, y casi al instante el mundo se sume en el luto profundo. Nosotros, los colombianos, casi siempre, entre los primeros. Eso está muy bien.
Pero, y esta es la cuestión, ¿por qué nos duelen tan poco nuestros muertos?
¿Por qué no ha habido expresiones de dolor masivas y contundentes por al menos uno de los 3.122 ejecutados extrajudicialmente por militares al servicio del Estado en ese infame rosario de asesinatos llamados eufemísticamente falsos positivos? Y ¿cuántas manifestaciones masivas se han hecho en protesta por los miles y miles de muertos y de heridos de nuestra absurda guerra? ¿Una? ¿Cinco?
Debieron ser miles, una por cada víctima, no solo porque se les hizo y se les hace daño a esas personas, sino porque esas personas son las nuestras, son los padres y los hijos y los nietos de todos los colombianos. Son nuestros heridos y nuestros mutilados y nuestros muertos. Son nuestra carne y nuestra sangre…
Cualquiera de los colombianos ejecutados extrajudicialmente por fuerzas del Estado debería haber conmovido en sus cimientos al país. Sin embargo, solo los parientes de las víctimas sintieron el dolor de no tenerlas nunca más. Todos los demás, salvo algunas voces aisladas, se refugiaron en el silencio rotundo de la complicidad y de la contemporización.
Que un país arme a sus hijos y mediante el ofrecimiento de dinero extra los obligue a llevarse a otros de sus hijos que jugaban en los parques y que luego, en infames episodios, los vistan de guerrilleros y los asesinen sin que pudieran por lo menos intentar una defensa, es algo para lo que no hay palabras.
Pero, ninguno de esos cadáveres motivó una sola marcha de protesta, en el convencimiento, tal vez, de que los colombianos valemos menos que cualquiera de los europeos. O ¿cuál otra razón hay? Quizás la haya, pero no está explicada.
Es probable que cuando una muerte cercana nos conmueva más que una lejana, hayamos llegado a comprender la realidad en una perspectiva diferente, la adecuada para darle a cada hecho el valor que le corresponde.
Quizás entonces se genere la conciencia necesaria para no oponerse a un proceso como el de La Habana con el que se pretende, precisamente, evitar que la muerte siga en nuestros campos anegándolos de sangre que no duele como debería doler…
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