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Domingo, 20 Marzo 2016 - 2:36am

Carajo, Fabio, ¿por qué se nos fue?

Este es un perfil de quien fue uno de los compañeros de la sala de redacción de nuestro diario.

Archivo
Fabio Fandiño.
/ Foto: Archivo
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Ese 6 de julio Fabio Fandiño no se fue para la casa a las 4 de la tarde, cuando terminaba su turno en Colprensa. Partió, más bien, hacia el Hotel Tequendama. Olía que en unas cuantas horas iba a nacer la Constitución Política de Colombia. Y así ocurrió. En la madrugada del 7 de julio de 1991 fue  uno de los privilegiados testigos de su nacimiento, al punto que se convirtió en uno de los firmantes del acta de remisión del verdadero texto de la nueva Carta Magna.

Trabajaba en esos momentos como redactor político de la Agencia Colombiana de Noticias Colprensa, de la que fue casi uno de sus fundadores, porque entró como practicante cuando esta aún no era agencia de noticias sino de colaboraciones de prensa y salió de allí como un periodista político hecho y derecho.

Desde los pupitres de la Universidad de la Sabana, de la que se graduó como Comunicador Social-Periodista, Fabio Fandiño empezó a mostrar su garra. A demostrar que estaba hecho para el periodismo y a dejar claro que para él, conocer la historia de nuestros antepasados y la nuestra propia eran una absoluta prioridad.

Después de pasar por varios cargos en Colprensa, empezó a escribir la historia, pero la del día a día. Con rigor periodístico empezó a plasmar en los periódicos todo aquello que estaba pasando en un convulsionado país atacado por el narcoterrorismo y perdido entre la corrupción y la amenaza guerrillera que permearon todos los órganos del Estado en aquellos años 80 y 90.

Sabiéndose colombiano, de Pacho (Cundinamarca), más exactamente, a Fabio le dolía el país. Y por eso siempre quería dar más contexto, explicar más, aclararle más a los colombianos con sus historias, de tal manera que vieran en su conjunto un pasado, un presente y lo que podría significar un futuro con cada asunto que estaba ocurriendo.

Esa mística periodística y esa alma de historiador lo llevaron a ser editor político del periódico El Espectador, desde donde formó otra trinchera para orientar al país. Desde donde siguió siendo, con su gran inteligencia, crítico, independiente y analítico, como lo define su esposa, la también periodista Mónica Roa.

Lo mismo hizo desde El Tiempo, Caracol Televisión, la radio de la Universidad Nacional y el programa Reportajes del Mundo, que emitía el entonces denominado canal tres, hoy Señal Colombia; desde La Opinión y desde Canal Capital, en donde fue su gerente operativo.

En sus épocas juveniles, Fabio se sintió como en su propia casa cubriendo lo que ocurría en el programa Revivamos Nuestra Historia, que tuvo su máximo apogeo con la serie Simón Bolívar, el hombre de las dificultades.

Porque no era sino hablarle de Bolívar, de Nariño o de Santander, y Fabio estaba allí, presto a contar historias, con fechas exactas, porque tenía una privilegiada memoria. No olvidaba fechas ni hechos y se los podía repetir como si los estuviera viviendo en el momento.

Ese amor por el pasado lo llevó a hacer una maestría en Historia en la universidad Tecnológica de Tunja y a editar el libro El libertador Simón Bolívar, que se hizo en caricaturas para los niños.

Estudió relaciones internacionales en la fundación José Ortega y Gasset, de Madrid, España; y un diplomado en Derechos Humanos en el Externado de Colombia, pero su mejor título vino el 2 de febrero de 2002, cuando se graduó de padre de Natalia Fandiño Roa, el amor de su vida, su hija, la chica por la que lo dio todo, a la que amó profundamente, por la que vivió y a la que se entregó con un ejemplar empeño.

No le gustaba bailar, pero con Natalia no paraba de hacerlo. En la última época, cuando ejerció como editor de varias secciones del periódico La Opinión, a 500 kilómetros de distancia, hablaba con ella todos los días, varias veces, viajaba por tierra o por avión a Bogotá para estar con ella en momentos especiales o en épocas normales. Lo importante para Fabio era sentirla, abrazarla, besarla, guiarla, consentirla.

Fue maestro en las universidades Tadeo, Central, Externado y Unipamplona, pero nunca fue mejor que cuando le enseñaba a Natalia, a quien le dio hasta clases de redacción.

Tanto, que las mejores clases que le dio fueron aquellas que le dejaron para siempre grabado en el corazón de Natalia el título de padre. Hasta se inventaba juegos con ella. El de los piratas era uno de ellos. Tampoco le importaba, a sus 51 años, correr a ocultarse en los más raros lugares de la casa jugando con su chiquilla a las escondidas.

Hasta le servía de auditorio a Natalia para que ella se expresara y tenían sus rutinas, como aquella de ir todas las tardes a la tienda a comprar algo. ¿Qué cosa? Cualquiera. Lo importante era ir y volver. Juntos. Como uno solo, amándose inmensamente.

Ahora, por siempre, seguirán los dos. Ya no irán a la tienda ni jugarán a los piratas, pero Natalia lo sentirá en su alma y en su corazón cada vez que despierte, cuando sueñe, cuando ría o cuando llore y tendrá el orgullo de poder decir que tuvo como padre a un gran hombre, noble como el que más, que le dio un ejemplo de vida que jamás olvidará.

Hasta siempre Fabio… Hasta siempre…

Roberto Vargas | Especial para La Opinión

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