No somos el paraíso de la tranquilidad, pero de mantenernos fuera del listado, nos traerá muchos beneficios.
Salimos del peligro
Claro que es motivo de fiesta saber que ya no estamos entre las cincuenta comunidades más violentas y peligrosas del planeta, según la clasificación anual del Consejo Ciudadano para la Seguridad Pública y Justicia Penal.
Desde luego, no somos el paraíso de la tranquilidad, pero de mantenernos fuera del listado, nos traerá muchos beneficios.
La inseguridad desaconseja al inversionista y lo obliga a llevar su dinero a lugares de menos riesgo.
La violencia callejera desestimula el turismo y las visitas de negocios: nadie quiere estar en una ciudad en la que lo pueden dejar sin dinero, sin documentos o sin vida en el momento menos esperado.
El estado de zozobra impide que la sociedad desarrolle actividades cívicas que caracterizan la vida urbana y permiten bienestar que, a su vez, estimulan el resto de actividades, comenzando, obviamente, por las económicas.
Una ciudad violenta y peligrosa es mirada con desdén por todo el mundo, y señalada con el dedo como sitio al que se recomienda no ir o, si la necesidad lo impone, hacerlo con todas las precauciones.
Una ciudad como era antes Cúcuta es una en la que las personas andan a la defensiva, acorraladas por el temor creciente, inmersa sin remedio en medio de un ambiente general de sospecha y desconfianza que mina toda la cohesión social hasta destruirla. Una ciudad así es descreída en la capacidad solucionadora del Estado y de sus autoridades.
Como era hace pocos años, cuando se la reconocía como una ciudad en la que la violencia a veces era extrema, Cúcuta ni siquiera estaba estancada, caía por la cuesta del progreso, situación que, por fortuna, se logró detener.
No ser una de las ciudades más violentas y peligrosas del mundo no quiere decir que Cúcuta haya superado todos sus problemas de inseguridad. Aunque la clasificación tiene una fuerte base en el índice de homicidios, que sin duda alguna ha disminuido, no pone mucho el énfasis en las otras formas de delincuencia y de violencia e inseguridad.
Y es en estos aspectos en los que esta ciudad está muy atrás. La cultura del “aquí en Cúcuta es así” no deja mucho espacio a la tolerancia. Porque somos así, esta ciudad es campeona en cuanto a la usurpación en la invasión del espacio público para beneficio privado, y también en lo que toca con la informalidad, que tiene en el contrabando su razón fundamental de ser.
Y es bien sabido que el contrabando es fuente de muchas formas de delito, violencia e inseguridad.
Por otra parte, pocas ciudades de Colombia pueden compararse a Cúcuta en lo relativo a invasiones de tierras para construir barrios informales, y este es un factor que genera violencia.
Es muy posible que el cierre de la frontera haya incidido en el mejoramiento de la seguridad. Nadie puede negar que, durante algún tiempo, formas violentas usuales en Venezuela se hicieron cada día más frecuentes en nuestras calles. Ya no ocurren, pero el contrabando se mantiene, aunque en magnitudes menores.
Para lograr que nuestra ciudad sea, realmente, un buen vividero, todavía es necesario hacer mucho. Se necesita desactivar las redes de extorsionistas que en los barrios populares están vedando territorios, y a los prestamistas gota a gota, uno de los problemas más graves, que afecta a miles de personas que caen en las zarpas de estas aves carroñeras.
El microtráfico sigue creciendo, a la par de las discotecas ilegales para los niños, donde los acostumbran al alcohol y a otras drogas. Esta situación también genera inseguridad y delincuencia.
El pimpineo y la venta callejera de todo cuanto es posible vender, son dos razones muy poderosas que impiden calificar a Cúcuta como ciudad ideal para vivir, y ante ellas, las autoridades prefieren el silencio que la lucha.
Y mientras las autoridades no actúen, no seremos un buen vividero.
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