Trabajó con las Damas Rosadas del Hospital San Juan de Dios en Cúcuta
Homenaje a Leticia Navia

Leticia Navia Uribe nació en Cali el 23 de enero de 1942. Su padre Gerardo Navia Cifuentes, un conocido escultor del Valle del Cauca y quien estudió en la Universidad de la Sorbona de París, autor de múltiples obras insignes de Cali, entre otras, participó en el diseño y elaboración de los moldes del Cristo Rey, emblema de la capital vallecaucana y profesor en la escuela de Artes Plásticas. Su madre Myriam Uribe era miembro de una numerosa y tradicional familia palmireña.
Leticia estudió el bachillerato en el colegio Liceo Belarcázar de Cali. En unas vacaciones visitó a unas primas caleñas que vivían en Cúcuta, donde conoció al ingeniero Cayetano José Morelli Lázaro y con quien se casó meses después en abril de 1959. De esta unión, nacieron Luis Miguel, Claudia María, Carlos Felipe y María Alexandra.
Heredó de su padre el gusto por el arte y la cultura. Fue una aficionada a la música clásica y lectora incansable. Cuando joven, disfrutaba conducir un Ford Mustang a toda velocidad por la autopista internacional que conduce a San Antonio del Táchira; también practicó la equitación en el Grupo Mecanizado Maza del Ejército Nacional.
Por los años de trabajo con las Damas Rosadas del Hospital San Juan de Dios en Cúcuta, Leticia desarrolló una vocación por el cuidado y atención de las personas desvalidas.
Años más tarde, Leticia se dedicaría a trabajar por la mujer, dictando talleres, promoviendo proyectos de inclusión de género, tanto en Colombia como en el exterior. Por ello, viajó a Ecuador, Cuba y al continente africano, en representación de Colombia.
En sus últimos años en Cúcuta, estuvo acompañada de su hija menor María Alexandra y su nieta Antonia; disfrutó intensamente sus amistades, las que valoró y cultivó con especial cariño. Los costureros en los que participó, siempre fueron un espacio para compartir con sus amigas, pero también un medio de apoyo a los menos favorecidos.
La “Nona” como la llamaban sus hijos y nietos, fue reconocida por su buen humor, positivismo y solidaridad con las personas que la rodeaban. Su risa sonora y generosa estaba a flor de piel. Sus nietos, sin excepción, disfrutaron de su capacidad para contar historias, muchas de ellas de su propia creación. Isabella, Antonia, Lorenzo, Andrea, Felipe y Daniel fueron su mayor tesoro.
Tal vez por ese disfrute de los niños fue que el padre Antonio Martínez, amigo de la familia, asegura que “ternura” es la palabra que mejor la describe.
*La Opinión
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