Tres meses exactos después, Cúcuta está viva. No murió, como el temor de algunos lo hizo creer cuando Venezuela, en decisión que dio a entender era más de castigo que otra cosa, cerró su frontera de 2.219 kilómetros con Colombia.

A los cucuteños les pareció increíble que los venezolanos fueran capaces de medida tan radical como impedir el paso de personas y mercancías entre dos países que, se supone, se aman como los hermanos que son.

Pero fueron capaces, ¿por qué no?, y, además, el presidente Nicolás Maduro dijo que está dispuesto a mantener el cierre indefinidamente, hasta cuando a él le parezca. Que use el tema de la seguridad es solo un argumento trivial con el que intenta justificar una decisión que tiene algo de capricho y mucho de estrategia electoral.

Sin embargo, lo que importa son las consecuencias para Cúcuta y Norte de Santander, que llegaron a ser imaginadas como fatales e imperdonables. Pero, al cabo de los primeros 90 días, no solo la ciudad y el departamento sobrevivieron, sino que poco están demostrando —aunque cucuteños y nortesantandereanos se resistan a creerlo todavía— que fuera de las enraizadas relaciones con Venezuela hay salvación.

Cúcuta demostró, además, su solidaridad en la medida en que ayudaban a todos los deportados y repatriados voluntarios a reincorporarse al país, en tanto que mantenían sus negocios funcionando.

La temida parálisis cataclísmica por la falta de combustibles no se ha dado ni se dará, pese a que fue anunciada por muchos sectores. Que aún perduren las largas colas ante las pocas gasolineras de la ciudad no es más que otra muestra de la incapacidad de las autoridades locales para presionar, donde se debe, a fin de que haya soluciones duraderas de fondo.

El comercio no colapsó, como fueron algunas previsiones, sino que, por el contrario, se ha mantenido dinámico e, incluso, ha servido de plataforma para que los productores colombianos tengan las posibilidades que el contrabando siempre les ha negado.

No se pretende defender un cierre que marcó ya las relaciones entre estos dos países, por lo que ha traído de negativo para las familias de ambos lados de la franja divisoria, para el normal desempeño del comercio y del intercambio de mercancías y para la convivencia en general.

Pero, pocas dudas hay de que le ha brindado a Cúcuta la oportunidad de demostrar de qué están hechos sus habitantes, cuál es su nivel de ingenio para convertir la crisis en oportunidad, qué tanta es su capacidad para sobreponerse a vicisitudes como el destete obligado y sorpresivo al que la sometió Venezuela.

De todos los problemas que se imaginaron y se plantearon en relación con Cúcuta, ninguno alcanzó la dimensión de catástrofe que se previó. Caso contrario es el de Venezuela, donde están sin medicinas y sin atención en salud, que aquí encontraban en cualquier momento, por ejemplo.

En todo caso, está probado que Cúcuta está suficientemente capacitada para salir de cualquier atolladero que se le presente, que si bien ha disfrutado de las conveniencias y de los beneficios de ser una ciudad fronteriza, también ha sabido defenderse con suficiencia cuando la situación ha cambiado. Como ahora.

Cúcuta puede, aún sin su liderazgo político y gubernamental, y esa es, tal vez, la mejor conclusión.

Que, desde luego, es mucho mejor la situación con la frontera abierta, y en ese sentido, hay que presionar a los dos gobiernos para que se pongan de acuerdo.

Pero, que permanezca cerrada no es tan malo como se previó.