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Sábado, 12 Marzo 2016 - 1:00am

Un día de cacería en la Cúcuta del 44

Para el trasporte utilizaban una moderna camioneta Chevrolet International que el Club había adquirido a uno de sus socios fundadores.

Los días transcurrían delicadamente tranquilos a pesar de los ocasionales brotes de violencia partidista en algunos pueblos del departamento. Las noticias que se leían en los principales diarios de la ciudad, aparte de las pocas noticias nacionales que se le colaban a la censura, eran las relacionadas con el desarrollo de la guerra en Europa y según la inclinación ideológica del periódico, los chismes y rumores que la política originaba, especialmente a nivel local y regional. Pero, al margen de esta situación, la cotidianidad seguía su curso y los escasos programas que tenían los cucuteños de entonces se reducían a las actividades al aire libre, entre ellas, la cacería, uno de los deportes que mayor entusiasmo generaba entre los mayores y quienes lo practicaban con bastante regularidad, razón por la cual, habían decidido agruparse y conformar una colectividad que más tarde adquiriría la figura de club, del cual, pasaré a narrarles a continuación, algunas de sus aventuras.

Son las 3:30 a.m. de un domingo cualquiera de mediados de este apacible año y un pequeño grupo conformado por Luis Alberto Contreras, Rafael Moreno, Cristóbal Rodríguez, Enrique Faillace, José Saieh, Hugo Marcucci y Miguel Peña se apresta para salir de cacería. Con anterioridad habían preparado el avío y las municiones que llevarían, así como los perros rastreadores, los cuales permanecían por lo general en una de las casas, bien de Luis Alberto Contreras o de su primo y vecino Luis Francisco Jaimes. Para el trasporte utilizaban una moderna camioneta Chevrolet International que el Club había adquirido a uno de sus socios fundadores, don Cristóbal Rodríguez y cada uno de los participantes de la cacería debía aportar cincuenta centavos para la compra del combustible.

Están reunidos en un lote que acaban de comprar, ubicado a un costado de la carretera que conduce a la frontera y solo tiene unos kioskos que les sirven de tiendas de campaña y de esparcimiento, donde se preparan para salir en una de sus excursiones semanales, en su camioneta, que es uno de los pocos activos que tiene su club de cacería, al que le pusieron por nombre Club de Cazadores, al cual el gobierno nacional, por intermedio de su ministro de gobierno Alberto Lleras Camargo, acababa de otorgarle la personería jurídica, después de cuatro largos años de espera. Ese día discutieron sobre cuál de los lugares escogerían para aventurarse en su faena, entre las fincas ribereñas del rio Zulia, como Borriqueros, Astilleros o Pajarito, a las que para llegar, debían que atravesar el rio antes mencionado, en una de las barcazas que para tal fin se tenía o por el contrario, dirigirse por el cerro Tasajero bordeando el Pamplonita, hasta el Paso de los Ríos o hasta San Faustino, en busca de sus presas, como venados o tigrillos, que era lo que más apreciaban, sin olvidarse de las guartinajas, los armadillos, las culebras, las cuales eran muy apreciadas, al igual que los  tigrillos por su valiosa piel y una que otra paloma  de esas que llamaban “rabiblancas”. Las pieles eran comercializadas en la bodega de Luis A. Contreras en la calle doce. Las excursiones de caza tenían una estricta y absoluta disciplina; eran comandadas por el presidente del club, en este caso Rafael Moreno, quien se desempeñaba como Secretario Privado de la gobernación del departamento y que más tarde, ejercería su profesión de químico farmacéutico, en su reconocida droguería La Gran Colombia, ubicada también en la calle doce muy cerca de la bodega de Luis A. Contreras y de la ferretería de José Saieh, la afamada Gallo de Oro, muy dada a los chistes destemplados de la época. Cuando el presidente no podía ejercer el comando de la expedición, éste debía designar un ‘capitán’, quien debía ceñirse estrictamente a los reglamentos de cacería, además de hacer cumplir las disposiciones del ministerio de la economía nacional sobre las actividades de caza. Los socios de nacionalidad colombiana, cuando estaban en su actividad deportiva, también desempeñaban las funciones de “policías forestales”, disposición que el gobierno nacional les había otorgado como una valiosísima colaboración para la conservación de las aguas y los bosques. Como los reglamentos prohibían tomar bebidas alcohólicas durante la cacería, los paseos eran sanos y agradables. El principal y más apetecido trofeo era el venado. Los cazadores conocían las rutas de tránsito de los venados y demás animales de caza, así que habían establecido un código de alerta. Cada cazador cargaba un pito, de manera que cuando avistaban una posible presa, avisaban con una pitada; dos pitadas, advertía el paso de un venado u otro animal susceptible de ser cazado y tres, la muerte del animal. Entre los participantes y particularmente para la cacería del venado, se distinguían dos disciplinas realizadas por expertos; el “echador”, que era el encargado de soltar los perros que fácilmente encontraban el rastro para que los cazadores ubicaran cuando asomara su cornamenta y los “peladores”, encargados de desollar y repartir proporcionalmente las piezas del animal entre los cazadores.

Al regreso traían sus presas y las arreglaban en los kioskos que habían levantado  en el lugar donde hoy están las instalaciones de la prestigiosa institución; allí desollaban los animales y preparaban para su repartición, bien fuera la carne o las pieles y se aplicaban unas cuantas Sajonias, mientras intercambiaban experiencias y anécdotas de las jornada. En algunas oportunidades, cuando regresaban temprano en la tarde, se daban un paseo por el parque Santander para exhibir los productos obtenidos en la cacería y se parqueaban frente al Café Roma de propiedad del italiano Dino Barsotti a degustar algunas bebidas refrescantes que calmaran la sed acumulada por la dura jornada, tampoco faltaban los aguardientes que ayudaban a recuperar las fuerzas perdidas. En esas reuniones post-cacería se tejían anécdotas que fueron haciendo tránsito a míticas leyendas, como aquella que sucedió en una ocasión, cuando un grupo  avanzaba sigilosamente por entre el espeso bosque vecino al río Pamplonita por los lados de San Faustino, de repente el venado de voluminosas proporciones les pasó por el frente, pudiendo reaccionar algo tardíamente, sin embargo todos descargaron sus tiros pero ninguno atinó, ante lo cual, don Luis Contreras quien era muy fervoroso en su fe católica, cayó arrodillado gritando que no era un venado, sino el mismísimo demonio. Entrada la noche, cada uno se dirigía a sus respectivos hogares con el producto de su cacería y a quitarse de encima la mostacilla; minúsculas garrapatas que por su tamaño y color pasaban desapercibidas. De igual modo, le hacían limpieza a sus armas, que eran escopetas importadas calibres 12 o 16, por lo general compradas en la Bodega de Luis A. Contreras, quien además proveía la munición y demás elementos necesarios para el logro exitoso de la expedición.

*Gerardo Raynaud D. | gerard.raynaud@gmail.com

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