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Sábado, 19 Diciembre 2020 - 1:12am

El padre Gabriel Francisco Obeso

Historia contemporánea.

 

Me había rehusado a escribir sobre este personaje por razones diversas, a pesar de las discordes circunstancias que rodearon su estadía en la ciudad, pero más por la difusión de una cartilla escrita por mi amigo Beto Rodríguez, sobre el infausto suceso que envolvió a este personaje, lo que me hizo pensar que el tema estaba prácticamente agotado, sin embargo, después de unos breves sondeos llegué a la conclusión que el tema ameritaba una de mis crónicas para recordar el desagradable incidente protagonizado por este poco digno representante de la curia.

De los orígenes del padre Obeso poco se sabe a ciencia cierta. Pareciera ser oriundo de alguna población de la costa atlántica y también por razones desconocidas, resultó estudiando a finales de los años treinta, en el Seminario Conciliar de Pamplona, calificado en aquella época como “uno de los mejores del orbe cristiano”. No se conocieron detalles de su ordenación pero sí que regresó a su tierra a iniciar su sagrado ministerio y según cuentan, regresó años más tarde, parece que víctima de algún fracaso, sin especificar de qué clase pero relacionado con “su vida poco acorde con su  investidura”. Nuevamente por estos lares, fue recibido generosamente, a pesar de que, como se demostró posteriormente, tuvo asomos de “desviaciones de conducta fruto de alguna anormalidad psíquica”, según se lee en las crónicas de la época. Durante algún tiempo estuvo colaborando en varios curatos de la ciudad y la región hasta su nombramiento, en 1945, como capellán del Hospital San Juan de Dios. Con este cargo empezó su tranquilidad económica, pero como aún no era suficiente para el sostenimiento digno de la existencia de un representante de Dios, obtuvo de sus superiores el permiso para cantar responsos en el cementerio los días lunes, con lo cual pudo adquirir una vivienda cercana a su lugar de trabajo en el hospital, en el número 0-96 de la calle 13, prácticamente en la esquina posterior a la capilla de Nuestra Señora del Carmen, de la cual era su encargado.

Parecía que los escándalos perseguían al reverendo Obeso, pues en esa misma iglesia, en marzo de 1946 sucedió un espantoso crimen que vendría a tener similitudes con el que sería protagonista nuestro personaje. No tendría nada de extraño, que este suceso tuviera un impacto severo sobre la permeable psiquis del cura que apenas se enteró de lo sucedido, salió corriendo de su casa y atravesando la avenida, para apersonarse de la situación, llegó con un agente de la policía al que había llamado para atender el grave asunto. Apenas vio la dantesca escena exclamó airado: ¿Qué vamos a hacer ahora con esta iglesia en entredicho? ¡Fuego del cielo nos consuma!

Aunque no estuvo presente en el momento de la fechoría, por razones obvias, tuvo pleno conocimiento, tanto de los antecedentes como de las consecuencias y del seguimiento que se hiciera al tema que concluiría con la captura y sentencia del culpable.

Para 1948, aunque el recuerdo de este episodio se había diluido de la memoria de la gente, un nuevo incidente sucedería, sólo que en esta ocasión su actor  principal sería el propio cura testigo de aquel que se denominó el “crimen más horrendo de la ciudad”, narración publicada en el tomo tercero de estas crónicas.

El siguiente es el breve recuento del crimen que sacudió a la sociedad cucuteña de ese tiempo. En definitiva se trató de un clásico delito pasional causado por los celos, cuando el cura pretendiente de la hermosa Josefina Prada Muñoz, hija de su ama de llaves, por quien incubaba una pasión infinita, conoció que su pretendida amada se veía furtivamente con uno de sus vecinos, a quien amaba con delirio y se intercambiaban cartas de amores.

Josefina acompañaba al sacerdote a todas sus actividades, especialmente al cementerio los días lunes, donde aprovechaba para verse con su enamorado a escondidas mientras el cura se descuidaba, hasta que una vieja beata, una chupacirios chismosa le pasó el dato al cura quien celoso se puso a la expectativa, sorprendiéndolos  y amonestándolos de forma soez, deprimente y determinante, amenazando a Fernando –como se llamaba el pretendiente- de llevarlo a la cárcel, si insistía en sus relaciones, por tratarse de una menor de edad y a ella, que la enviaría a Bogotá hasta que desechara de su corazón esa pasión infernal. Sin embargo, no le llegó sosiego al corazón del cura, porque esa misma noche sobrevino la tragedia. Cuentan las crónicas que a eso de media noche, la hora de las brujas y el aquelarre, del deambular de los espantos, los espíritus y los aparecidos, sin testigos, sin amparo y sin que nadie la oyera, obligada al silencio porque le tapaba la boca con un pañuelo, sin poder murmurar una plegaria ni musitar una oración, muda de espanto y de terror fue asesinada de 14 puñaladas, con una navaja nuevecita comprada ese mismo día, en un momento de locura cuando empezó a hervir en su cerebro el satánico pensamiento e hizo crisis de insania en su corazón la idea espeluznante de su desaparición. Según las pesquisas, ésta ocurrió en la cama del clérigo, sin poderse establecer por qué estaba allí, si había sido traída a la fuerza o había ido por sus propios medios, a pesar de sus heridas logró ir hasta la habitación de su hermano para que la ayudara. Logró llevarla al hospital que distaba una cuadra pero por la gravedad de sus heridas no sobrevivió. Mientras tanto el cura desapareció, se quitó la sotana y huyó  por la calle 13 al occidente y a partir de este momento comienza otro capítulo de esta novela.

Consciente de sus actos delictuosos pero conocedor del fuero que lo cobijaba como eclesiástico, se dirigió a la casa cural de la iglesia de San José, en ese momento, a cargo del presbítero Daniel Jordán, a quien le narró los hechos y posiblemente se confesó de sus pecados. Lo que ignoramos fue lo que sucedió posteriormente, pero sí se sabe que las autoridades se enteraron de esta situación y efectuada la denuncia, correspondió al Juez Primero del Circuito indagarlo y cumplida la diligencia le dictó auto de detención. Cuando las autoridades llegaron a la casa cural el padre Jordán se negó a entregarlo alegando que llevarlo a la Cárcel Modelo no estaba de acuerdo con las disposiciones legales que debían observarse  por su rango y ministerio.  El juez solicitó al gobernador un sitio para trasladarlo pero ni el gobernador ni la policía quisieron hacerse cargo de esa responsabilidad. El ejército aceptó recibirlo en su cuartel del antiguo hangar del aeropuerto de Los Patios pero el padre Jordán volvió a oponerse. Finalmente el proceso llegó al despacho del Juez Primero Superior quien lo hizo trasladar al pabellón de la dirección de la Cárcel Modelo y de allí trasladado a una clínica psiquiátrica en Bogotá. Finalmente el cura fue condenado a “asilo por cárcel” y murió en  1951, sin saberse a ciencia cierta la causa de su deceso.

Redacción
Gerardo Raynaud D.
gerard.raynaud@gmail.com

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