El fútbol los hace creer que si hay un mundo mejor para ellos.
Indocumentados latinos sueñan a ser grandes en Nueva York
La liga de fútbol más inusual de Nueva York juega cada sábado en el Bronx. Sus integrantes son menores que llegaron solos desde Centroamérica tras un arriesgado viaje. Sin papeles ni dinero y con una sola meta: huir de la violencia y la pobreza.
Por entrar indocumentados a Estados Unidos, el medio centenar de integrantes de la liga “La Unión” enfrenta procesos de deportación.
El fútbol funciona para ellos como una suerte de terapia colectiva, un espacio donde olvidar por un rato sus tragedias y las amenazas que encaran bajo el gobierno de Donald Trump.
“Cuando juegas al fútbol, no estás pensando en tu caso migratorio, o en las personas que te quieren lastimar allá en tu país, o en que un juez te pueda deportar”, explica su entrenador técnico y consejero, Elvis García Callejas, en un tórrido mediodía de verano frente al estadio de los Yankees, donde juega su equipo.
“Vas detrás de la pelota, quieres ganar, jugar en equipo, simplemente divertirte”, añade este hondureño que fundó la liga en 2014, cuando un récord de casi 70.000 menores no acompañados cruzaron el río Bravo hacia Estados Unidos.
Niños otra vez
García Callejas tiene 27 años y es consejero migratorio en la organización Caridades Católicas. También llegó solo a Estados Unidos a los 15 años, corriendo bajo las narices de un guardia fronterizo en El Paso, Texas.
Este fanático del fútbol que ha decorado su despacho con banderines del Barcelona y el Paris Saint-Germain visita centros de detención para entrevistar a menores centroamericanos recién llegados y determinar si son elegibles para algún tipo de protección.
Fundó “La Unión” con apenas tres muchachos de Honduras. Con unos tarros de basura marcaron el arco. Ahora ya son más de 50 jóvenes de toda Centroamérica, y cuentan con el apoyo del club neoyorquino South Bronx United, que ha incluido a varios en sus programas sociales.
“Estos muchachos han crecido demasiado rápido (...) pero en la cancha de fútbol vuelven a ser niños otra vez”, afirma.
Desde 2014 y hasta junio han llegado a Estados Unidos más de 200.000 niños y adolescentes no acompañados de México y sobre todo de Centroamérica, según la Patrulla Fronteriza estadounidense.
Teófilo Chávez es uno de los miembros más prometedores de La Unión, y sueña con ser futbolista profesional. Tiene 17 años y llegó a los 14 desde Corozal, en el Caribe hondureño, a vivir con sus tíos en el Bronx.
“Aquí cuando jugamos nos encontramos todos en el espacio y el tiempo. Estos son los primeros amigos que me hice en este país y esa amistad sigue para siempre”, dice este joven garífuna, un grupo étnico del Caribe centroamericano integrado por descendientes de negros e indios caribes.
Un sistema quebrado
Aunque el gobierno estadounidense no les suministra un defensor de oficio, estos adolescentes luchan en los tribunales para quedarse y muchos cuentan con la ayuda de abogados que les asisten gratuitamente.
Gracias a su abogada Jodi Ziesemer, que supervisa unos 700 casos de menores centroamericanos en Caridades Católicas, Teófilo está cerca de conseguir su permiso de residencia temporario, o Green Card.
Pero cerca del 60% de los menores no acompañados que llegan a Estados Unidos deben enfrentarse a un juez y a un fiscal solos, sin abogado y sin ni siquiera hablar inglés, una situación que Ziesemer califica de “ridícula” y que en su opinión evidencia que “el sistema está quebrado”.
“Estos chicos están huyendo de situaciones horribles, de abusos, de amenazas de muerte”, recuerda.
La abogada asegura que la situación ha empeorado con la llegada al poder de Trump, que busca deportar a millones de indocumentados y vincula directamente a estos menores con el crecimiento de la pandilla hispana MS-13 que ha prometido erradicar.
“Las cosas han dado un giro dramático (...) Antes el gobierno era más paciente, pero ahora lucha para deportar a cada niño”, lamenta Ziesemer.
En busca de un futuro
Teófilo Chávez es el menor de cinco hermanos. Tras la muerte de su madre cuando tenía dos años fue criado por su abuela, pero cuando ésta falleció, quedó prácticamente solo. Se cocinaba, lavaba su ropa, cuidaba el jardín.
A los 14 años, un hermano le acompañó hasta el río Bravo, los dos trepados al techo de “La Bestia”, el tren de carga que cruza México.
En la orilla “nos despedimos rapidito para no ponernos a llorar. Crucé nadando, con una bolsa de ropa amarrada a la muñeca”, relata.
Teófilo está terminando la secundaria, y no puede olvidarse de Honduras.
Cierra los ojos para recordar lo que más extraña: “El sol, la playa, la arena, mis cocos, mis amistades, mi abuelo, mi padre, las plantaciones que tenía atrás de mi casa: guineos, plátanos, yucas, cañas, peritas rojas, un palo de naranja, un palo de cacao...”.
El integrante más nuevo de La Unión se llama Yefri, tiene 15 años y llegó con su hermano de 11 hace tres meses desde Guatemala.
"Vine en busca de un futuro, porque allá en mi país no hay futuro”, cuenta tras un partido de La Unión este tímido futbolista, que aún no tiene un abogado y por eso no revela su apellido.
Todavía tiene heridas en la cabeza provocadas por los pandilleros que le amenazaban para reclutarlo. Hoy vive con su madre, Evelyn, a quien no veía desde hace nueve años y que ahora acompaña con pasión sus partidos, alentándolo y aplaudiendo sin parar.
“Estos muchachos han vivido situaciones similares, se comprenden, se ayudan unos a otros”, dice Evelyn. “Es una unión, y es muy bonito”.
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