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Domingo, 15 Julio 2018 - 11:38pm

Una Venezuela llamada Colombia

Roberto Giusti, uno de los más importantes periodistas de Venezuela, analiza dos etapas similares de la historia de ambos países. 

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Braceros, cafeteros, mecánicos, domésticas, médicos, periodistas, educadores, ingenieros, tocan las puertas del antes desdeñado vecino.
/ Foto: Archivo
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Los colombianos son unos rateros que nos quieren quitar el Golfo. En cada colombiano habita un embaucador de oficio, un carterista, un culebrero”. El rosario de estereotipos que nutría el imaginario sobre la materia de la cual están hechos nuestros vecinos podía llegar a extremos caricaturescos en la Venezuela Saudita de los años sesenta y setenta, cuando la inmigración, aventada a este lado de la frontera, durante los tiempos de La Violencia y el tráfico estacional de braceros y obreros del campo, se transformaron en una irresistible invasión pacífica.

Cientos de miles de personas, la gran mayoría indocumentada, cruzaron el río Táchira para adentrarse en la tierra prometida a través de los caminos verdes, otros traspasaron la raya por los arenales de La Guajira o vinieron por carretera, a merced de la lenidad de las autoridades. Un verdadero ejército civil que se fue introduciendo insensiblemente en cada intersticio de una sociedad que los necesitaba y rechazaba a la vez.

El anticolombianismo

Fue así como las domésticas y niñeras colombianas, vitales instituciones de servicio en Venezuela, empleadas en casa de jerarcas del régimen de turno o de militares, a menudo se consideraban potenciales espías del DAS o integrantes de bandas de secuestradores. Un latonero sin papeles caído en una redada podía ser fichado como  ladrón de carros y una masajista como prostituta. 

El clímax del anticolombianismo se produjo, sin embargo, en la década de los ochenta, cuando el incidente de la Corbeta Caldas  excitó los arrestos bélicos del presidente Jaime Lusinchi, quien estuvo a punto de desatar una guerra y se embarcó en una carrera armamentista que le costaría al país miles de millones de dólares.

Pero la desconfianza y el temor, semejantes a los que se oponen en Europa a la inmigración de las antiguas colonias, se fueron diluyendo con el tiempo y la crisis económica. Hoy ya muy pocos recuerdan aquellas pintas rabiosas que invadieron las paredes de Caracas ante la visita del canciller colombiano para la época: “Londoño, vete para el coño” y muchos de aquellos ilegales que se quedaron han hecho familia y se consideraban definitivamente integrados al país. Hasta que llegó el comandante y mandó a parar.

Burros con plata

Luego, con el fin del espejismo petrolero, las cargas se enderezaron, nos equiparamos una vez más y volvimos a ser dos pequeños países atosigados por la pobreza que se conocían muy poco y no deseaban otra cosa sino mantener sus respectivas y acomodaticios visiones recíprocas.

Para los colombianos, los venezolanos éramos unos burros con plata, mayameros  patanes y nuevos ricos que íbamos por el mundo derrochando dólares y mal gusto, un político corrupto ataviado con flux (traje) de poliéster bebiendo Buchanans 18 con Coca Cola, los peores futbolistas del mundo, el terror represivo de la Guardia Nacional, unos inútiles incapaces de recoger el café, enderezar un carro chocado o aprender el castellano sin el brazo y la mente providenciales del paisa arrollador, del laborioso campesino bumangués o de un rolo enchalecado de exacta dicción.

Para nosotros, Colombia era el paraíso de lo prohibido (drogas, sexo, juego) a un cambio favorable, procesiones de Semana Santa, el Palacio de Justicia en llamas, un presidente en manos de narcotráfico, la autopista Bogotá-Medellín tomada por las Farc, un vendedor ambulante en Cúcuta ofreciendo condones vencidos, el Binomio de Oro, los chistes groseros de la Nena Jiménez, los Levis de imitación y Pablo Escobar en el Congreso.

La herencia que nos separa

Sin embargo, más allá de los lugares comunes mutuos, que no en pocas ocasiones se  corresponden con la realidad, es  posible rastrear unas diferencias dadas por las herencias culturales de ambos países.

¿Cómo negar, por ejemplo, el ingenio, la industria, la cultura del trabajo y una cierta disposición de asertiva tenacidad en su actitud ante la vida que exhiben los colombianos frente a unos venezolanos con un lánguido  sentido de la pertenencia y un espíritu de lucha que parece haberse agotado en las guerras del siglo XIX? Guerreros hasta la destrucción, los venezolanos entramos al siglo XX de la mano de una dictadura que congeló la savia violenta, acabó con los partidos y liquidó  las viejas oligarquías liberal y conservadora.

El advenimiento de la era de la abundancia hizo el resto y el petróleo obró como un bálsamo capaz de anegar las ansias reivindicativas, financiar el más largo período de paz con democracia conocida hasta ahora y aplacar las hasta entonces insalvables diferencias sociales y económicas.

El resultado ha sido un país hecho de burócratas, porteros de ministerios, operadores de ascensores y celadores de baños de carretera, truncado en su potencialidad productiva y narcotizado por el paternalismo. Fofos hasta en el nacionalismo, importadores por naturaleza, compradores por vicio y perezosos para el negocio, quizás esa misma condición, edificada a base de carencias, nos había salvado, hasta la llegada de Chávez al poder, de la trágica paradoja de los colombianos, sumidos en una violencia autodestructiva que echa por tierra todas sus virtudes colectivas.

La Venezuela que desapareció

Sin pretender una respuesta definitiva a esa dolorosa contradicción y afincado únicamente en la experiencia personal, me atrevería a señalar que la tesis chavista, sobre el desastre de los cuarenta años de democracia representativa, queda en evidencia como un mito y que la riqueza petrolera hizo una diferencia, perceptible hasta hace pocos años, en relación con los demás países del continente, incluso Colombia.

Y es que apenas se atravesaba la raya limítrofe, que en ocasiones es un río, aparecían las discrepancias, más hondas cuanto mayor es la distancia  de los centros de poder. Uno, que venía de un país comunicado por una red de carreteras generalmente pavimentadas, donde hasta el último pueblo tenía médico rural, escuela primaria, luz eléctrica, teléfono público, señal de telefonía celular y un policía gordinflón, encontraba que el de la frontera también era un cruce en el tiempo.

La vida rural de los colombianos, más de conquistadores que de colonos, ha estado signada por las privaciones vigentes en los campos venezolanos de los años cuarenta y cincuenta: casas de bahareque, techos de paja, caminos destapados, niños descalzos, enfermedades tropicales, mucho barro y una pobreza del siglo antepasado. Abandono al cual el ingenio de los colombianos encuentra casi siempre remedio parcial con su espíritu de iniciativa, rayano a veces en lo conmovedor, como me ocurrió con un campesino del Arauca, quien me dejó turulato al preguntarme, en medio de un inmenso descampado cenagoso y ardiente del pie de monte, si el panel de energía solar que tenía en su casa “daba” lo suficiente como para conectarle un televisor de 29 pulgadas. Signo de la ausencia absoluta del Estado, fatalmente suplida por la guerrilla y/o los paramilitares y a la que en Venezuela los andinos en el poder (Castro y Gómez) pusieron remedio con la unificación del país hace ya más de un siglo.

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El estado ausente 

Pero el problema para los venezolanos es que ese pasado, supuestamente superado, está de regreso, vino, en parte, del otro lado, pero sobre todo del mismo centro del poder. Y no me estoy refiriendo únicamente a la guerrilla, a los paramilitares o el narcotráfico, que hacen lo que les da la gana en territorio venezolano, mientras los organismos del estado brillan por su ausencia. Me refiero a un curioso fenómeno a través del cual un país que, mal que bien, se convirtió en un destino al cual llegaban emigrantes de todo el planeta, dio un vuelco fatal y luego de veinte años de desatinos, quienes vinieron, así como quienes nacimos allí, en realidad millones de personas,  huimos despavoridos a la búsqueda, en otros países,  de todo lo que se nos arrebató en el nuestro.

Es el caso de Colombia que, sin proponérselo, se convirtió, para los venecos, en todo lo que muchos colombianos buscaban en Venezuela.  Ahora la Venezuela pacífica de antes es apenas un recuerdo, convertida como está en un  país tan  violento que supera a Colombia. Llegan los profesionales, los trabajadores y los empresarios tras una oportunidad que ya no tienen en Venezuela.

Braceros,  cafeteros, mecánicos,  domésticas, médicos, periodistas, educadores, ingenieros, tocan las puertas del antes desdeñado vecino. Pero también lo hace una masa que por años vivió de las dádivas del populismo chavista y que sin tener una habilidad u oficio específico, puede convertirse en un desajuste social (no estaban los colombianos preparados para asimilar la invasión) y generar el antivenezolanismo, mal que sufrieron, pero al revés, los colombianos en Venezuela.  

*Roberto Giusti

Especial para la Opinión

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