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Lunes, 8 Abril 2019 - 5:00am

Javier Sosa: un cocinero sin fronteras

Decidió viajar a Norte de Santander para donar tiempo y sabor a los migrantes venezolanos.

Mario Franco
En cada tanda pueden comer más de 40 personas. Actualmente, Fundar 1 recibe apoyo de la organización World Central Kitchen, la diócesis católica de Cúcuta, entre otras organizaciones, pero las necesidades van en aumento.
/ Foto: Mario Franco
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Las llamas que quemaron las donaciones que pasarían a Venezuela el 23 de febrero también se vieron en Argentina, donde la combustión hizo mella en el profundo sentir humanitario de Javier Sosa. Él es un chef que, sin más, ese día decidió viajar a Norte de Santander para donar tiempo y sabor a los migrantes venezolanos.

“Eso me movilizó y dije: algo tengo que hacer por mis hermanos”, cuenta. 

Vendió su camioneta, compró el pasaje y llegó con muy pocos dólares, que incluso invirtió en utensilios de cocina para los refugios, entre ellos, el que es su sitio predilecto: Fundar 1, a 10 minutos de la entrada a Bochalema, en la ruta de los caminantes hacia Pamplona.

“No pensé que iba a ser tan duro esto”, dice, pese a que siempre está sonriente, enérgico y cariñoso entregando abrazos por doquier.

Mientras avasalla con su calidez, coordina la mezcla de aromas y texturas en la pequeña cocina en la que comparte una decena de recetas de campaña. 

El diminuto espacio de cocción en la casita de guadua, arrullada por el río y rodeada de largos árboles, es una zona de unión y alivio para quienes salen de Venezuela, sin saber a dónde ni a hacer qué.

Dentro de la casa, está la habitación de Mairéz Quintana, una venezolana a quien todos llaman Mai y coordina el refugio, al que diariamente llegan casi 300 personas.

Al calor de su sabrosísimo café se prende el ambiente para sumarse a la receta del día liderada por Sosa, que este viernes llevó utensilios nuevos.

Una enorme paila brillante y nueva recibe el alimento fortificado de Rise Against Hunger, donado por una organización que lidera la ex miss Venezuela Cristal Montañez.

En una bolsa de 385 gramos que incluye soya, vitaminas, vegetales deshidratados y minerales, Sosa y un pequeño grupo de migrantes agrega gusto para el paladar.

Dicen que para una buena hambre no hay un mal pan, y este caso no es la excepción, pues las manos que ayudan lo hacen con paciencia, cariño y responsabilidad.

Dos pequeños niños se ocupan de pelar los ajos, mientras un par de mujeres pelan y cortan zanahorias, mientras camiones, buses y tractomulas rugen en la orilla de la carretera.

El refugio fundar 1 es el punto de encuentro del chef Javier Sosa con los migrantes, que se unen a la labor de cocinar para compartir, antes de que cada cual emprenda un rumbo incierto.  (Foto Mario Franco | La Opinión)

“¿Vamos a cocinar?”, pregunta el chef, mientras destapa una bolsa del arroz con soya, que en algo más de 30 minutos está listo. 

Le pide a Mai que pruebe el caldo, y vigila que los niños tengan listos los ajos para agregarlos; va de aquí para allá, preguntándole a Mai dónde está el café, “¡buenísimo café!”, exclama.

Sale raudo de la casa, sigue saludando, abraza, da un beso en la frente o en la mejilla a quien se cruce y abrazos a los que llegan, alza a un bebé que se recuesta tiernamente en su pecho, y al escuchar un sutil llanto de una niña, acude a ella, alista un mango, la lleva a la cocina, la sienta en el mesón y la tranquiliza.

La devuelve a su madre, rápidamente, y en seguida retorna a la cocina a revolver el provocativo arroz.

Vuelve a salir, para comprobar si la gente va a rezar el rosario, y regresa. Una vuelta más al arroz, un sobrecito de sal, y luego, a la habitación de Mai, para contar que allí se quedan hasta seis personas, y se le ve preocupado porque el gas se está acabando y cuando la leña se moja, pasan hasta dos días sin comer bien.

Una última probada, reposar y servir, mientras se organizan niños y adultos en una fila. 

Todos sonríen, porque ya reconocen el delicioso sabor que los satisface, y que cerca del final se mezcla con las comidas preparadas que llevan a diario otros cocineros de World Central Kitchen.

Los niños dejan limpio el plato, y la sonrisa embadurnada de caldo lo dice todo.

A la orilla de la carretera, los comensales, grandes y pequeños, reciben los nutritivos alimentos. (Foto Mario Franco | La Opinión)

Ayudar y ser ayudado

El chef Sosa actualmente se hospeda en la Iglesia Santa María Madre de Dios, a cargo del sacerdote José Chaustre, en Los Patios. 

Como su visita fue un tanto abrupta, el sacerdote lo acogió, lo motivó para que viniera al país, le dio un techo, y lo convenció de alargar su estadía, casi hasta el fin del mes.

“Eso vale mucho”, afirma, y enfatiza en que esta experiencia no la olvidará jamás, porque la gente lo recibió “como a uno más. Agarro la cocina, y empiezo a jugar… Para mí es muy emocionante”.

Su trabajo humanitario y solidario empezó hace 20 años, cuando comenzó a trabajar para fundaciones y comedores, aunque su trabajo principal es la producción de eventos y espectáculos.

“La entrada (a los eventos) era un alimento no perecedero, para iglesias u hogares de niños”, relata. 

Hace cuatro años se graduó como chef de cocina internacional “y tomé el toro por las astas”.

“Comencé a cocinar en la puerta de mi casa, vestido de chef, y los vecinos pensaron que me había vuelto loco porque esas cosas allá no se hacen”, dice. “Puse un cartel: regalo comida y chocolate, y abajo le puse sin costo, por si acaso”, revela jocosamente.

Mientras los vecinos insistían en preguntarle a su mujer si estaba bien, “porque de verme en la televisión en eventos, pasar a la puerta de mi casa se les hizo raro”, se tejieron toda serie de rumores: que sería político o pastor evangélico, hasta el día en que llegaron tres mil personas.

Entonces, tuvo que ir a la plaza principal, pedir autorización a la municipalidad, “y eso fue un pozo de Dios”, sin apoyo gubernamental ni eclesiástico, sumó gente, como ahora, para recibir y dar comida “rica y nutritiva”.

Sabe lo que es la falta de alimento, pues pasó hambre siendo joven, “y cuando uno tiene la osadía de querer darle un plato de comida a una persona, y sabe lo que cuesta todo, un litro de aceite, comprar especias…”, todo es más valioso.

Ahora, dejar su experiencia y su carisma en cada alimento es la mejor ganancia que llevan consigo los migrantes, mientras él se conmueve y llora cuando piensa en los niños, o en las parejas de adolescentes que quieren hacerse a un futuro. 

“Pa’lante, dicen ellos”, en un duro del camino, “desgarrador emocionalmente”.

Afirma que aprendió “lo que es no tener una frontera, porque no existe la frontera entre Colombia y Venezuela”, y después de cocinar, tomarse fotos con todos sus nuevos amigos, se sienta a fumar y a compartir sus cigarrillos con quienes le piden. 

Ocasionalmente se sienta en las piedras del río, y dice ser feliz, en este pedacito de selva, sin política, sin partido político, ni a favor ni en contra de nadie.

“Estoy a favor de la humanidad y lo único que sé hacer es brindar un plato de comida”, dice. “Me aferro a los chicos, a las mamás, a los caminantes”, e insiste en que esto no puede seguir pasando.

“Tiene que ser ley que la comida tiene que estar disponible para todo el mundo”, por las sonrisas y la gratitud de un pueblo que seguirá buscando ir “pa’lante”, ojalá con la barriga llena y el corazón… un poco más contento.

La Opinión

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