Por lo menos, 10 mil bolívares cobran en las trochas para dejar cruzar de San Antonio a Cúcuta.
Así es el viacrucis de cruzar la frontera hacia Colombia
Llegué con la aurora al puente internacional Simón Bolívar el lunes 4 de enero. Un efectivo de la Guardia Nacional Bolivariana, con su verbo tosco, me ordenó acelerar el paso para la revisión de documentos. Otro militar de mayor rango solicitó mi cédula venezolana. Preguntó: ¿Qué va a hacer a Colombia? “A trabajar”, contesté, enseñándole mi carta y carné laboral. “Ciudadana pase al lado derecho y espere”, se limitó a decir.
Cinco minutos después, la fila crecía con más de 30 personas esperando para cruzar hacia Colombia. Tras una breve caminata, nos detuvimos en otro punto de control improvisado con una mesa, tres sillas de plástico y unas hojas rayadas. Cuatro representantes del Servicio Administrativo de Identificación, Migración y Extranjería (Saime) pedían de nuevo cédulas, pasaportes, etc.
“No puede pasar. Devuélvase”, fue la frase brusca que soltó el malgeniado funcionario, un hombre moreno, alto y robusto. Desobedecí y me acerqué a una de sus colegas que permanecía sentada, repitiéndole que necesitaba cruzar. Sin mirarme a la cara, dijo que no podía ayudarme pues mi nombre no aparecía en la lista (que nunca mostró) de trabajadores fronterizos aprobada por el general Carlos Martínez, jefe de seguridad en la zona de excepción en la frontera. Me envía a la oficina habilitada en el aeropuerto Juan Vicente Gómez, en el municipio Pedro María Ureña.
En busca del permiso
Ya el reloj marcaba las 8:00 am. Tomé un taxi rumbo al aeropuerto, el primer terminal aéreo fundado en Venezuela (en 1928) y que dejó de funcionar en el 2014 por la crisis económica del país con mayor reservas de petróleo del mundo.
En la entrada, cuatro funcionarios de la guardia respondieron al unísono “Buenos días”. Al lado izquierdo y sentados, 15 personas esperaban. Algunos iban a solicitar permiso para comprar medicinas y otros para asistir a una consulta médica. Sólo escuchaba: “Eso no es por aquí’ o “Debe ir al CDI (Centro de Atención Integral) de Ureña para que un médico apruebe su salida”.
Por fin, al llegar a la ventanilla le relato mi caso al funcionario, le muestro mis documentos y le insisto que debo llegar a Cúcuta. “No te podemos ayudar. No estamos autorizados para agregar a nadie a la lista de trabajadores. Eso está hecho desde septiembre y el general Martínez no está. Si tienes suerte, quizá por Ureña te dejen pasar”.
Me retiro con el ánimo por el subsuelo, sintiéndome presa en mi propio país, objetando en mi mente la manera tan errática e inhumana que tienen los organismos públicos del Estado venezolano de tratar a sus ciudadanos.
(Quienes cruzan por la trocha lo hacen bajo la mirada silente de los funcionarios de la Guardia Nacional Bolivariana.)
Última opción: la trocha
Un Malibú blanco con la franja de taxi se detuvo en frente de mí. Abordé el asiento de copiloto y le pedí al hombre que me trasladara al puente Simón Bolívar. En el camino hago del chofer mi confesor, le narro mi travesía en busca de consejo. “Hoy están muy ‘popis’ (quisquillosos). Imagínese que la señora que dejé en el aeropuerto viene del Saime porque no sellan pasaporte sino muestra boleto aéreo saliendo desde Cúcuta”, explicó.
De nuevo me inquieto. Sólo había dos alternativas: devolverme a Maracaibo (mi ciudad natal, capital del estado Zulia, región que limita por el sur con el estado Táchira) o cruzar de forma ilegal.
“¿Es peligroso cruzar?”, pregunto. “No señorita, los mismos militares están pendientes de la gente que cruza para pedir su tajada (su comisión). Eso sí, están cobrando como 10 mil bolívares (equivalente a un sueldo mínimo venezolano) por dejarla pasar el río”, me advierte.
Revela que la trocha más cercana al Puente, –de las 50 que existen en Norte de Santander, de acuerdo con el general Gustavo Moreno, director de la Policía Fiscal y Aduanera de Colombia–, está a sólo tres cuadras de distancia. La llaman La Pared. El carro se detiene y un chico moreno, de 1,60 metros de estatura, con gorra y cholas, dientes torcidos y con leve tartamudeo se me acerca. “Chama dame 10 mil bolívares y cruzamos”. Le contesto: “Eso es mucha plata (dinero). Tengo ocho mil si te sirve”.
“Es muy poquito flaca. Es que hay que pasarle seis mil a los militares y después no me queda nada. Dame nueve mil”. Hacemos el trato. Al bajar del taxi me recalca:“Si llevas contrabando es otro monto. Los guardias y dueños de la finca (que bordea el río) te revisan y si encuentran algo te cobran o te lo quitan”. Lo interrumpo: “No llevo nada, solo ropa sucia”.
“Tienes que correr chama. Ve que te vas a mojar los pies y el jeans”. Cruzamos una plaza y al fondo se observa un armazón corroído de lo que en otrora fue una pared. El chamo menudo se agacha y pasa su cuerpo por el incómodo espacio. Imito su maniobra, pero el bolso sobre mis hombros se atasca en un trozo de hierro. Esquivo la estructura, miro mis brazos y confirmo que están lastimados.
Bajamos por un terreno enmontado hasta la primera “alcabala”: Cinco hombres, que no superan los 30 años, piden 25 mil pesos por cruzar. Mi corazón late a mil, sólo pido a Dios por mi seguridad. El hombre que me acompaña le dice: “Tranquilo, de regreso te doy lo tuyo”. Continuamos corriendo por un camino estrecho entre la maleza. Mientras tanto, el chico cuenta que muchos venezolanos cruzan por la trocha para comprar medicinas en Colombia.
Antes de llegar al río, un guardia nacional venezolano, fusil en hombros y cigarro en mano, nos detiene: “¿En esa maleta hay mercancía?”. “No”, contestamos. Otro militar nos ve a lo lejos y señala con la mano que continuemos. En ese momento como venezolana y periodista confirmo el negocio que maneja la Guardia Nacional con el cobro por cruzar la frontera, tal como lo denunció recientemente el diputado Gustavo Delgado, del bloque democrático del Consejo Legislativo del Táchira.
Al pie del cauce del río Táchira subo las mangas del pantalón, el chico sujeta mi mano y me ayuda a cruzar. Del lado contrario vienen dos hombres con unos morrales gigantes, retando las piedras y el agua. Nos gritan: “Aceleren”.
En el camino hay una zanja de aguas servidas. El hedor es insoportable. Mi poca pericia hace que hunda mis pies en el charco nauseabundo. Continuamos y en el camino nos cruzamos con dos mujeres que vienen de Colombia, dos gallos y un perro. Miro a la izquierda los armazones del puente Simón Bolívar, que a pie se atraviesa en 3 minutos.
De este lado han transcurrido sólo 10 minutos y siento que han sido horas. Pasamos otra cuenca y subimos una colina. “Estamos en Cúcuta flaca, sigue derecho y llegarás a ‘La Parada”. Le pago 40 mil pesos y 500 bolívares. Pregunto su nombre, pero me ignora. El hombre se pierde entre los puestos improvisados de cambios de divisas. Camino hasta una fila de taxis agradeciendo a Dios por haber superado el viacrucis que se ha transformado cruzar la frontera hacia Colombia.
*Alicia Pepe | alicia.pepe@laopinion.com.co
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