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Miércoles, 12 Febrero 2020 - 2:30am

El calvario que vivió el diseñador Bernardo Salazar

Este experto de la moda, no presume de su ropaje y mira con detenimiento a quien pasa por su lado.

La Opinión
Bernardo Salazar trasladó su almacén a su casa y trabaja con la tranquilidad que no había sentido antes, sin apuros y disfruta cada instante. Ríe, baila salsa, escucha música instrumental y consiente a los 14 bonsai y desde ese gran sillón atiende a sus clientes y amigos y ayuda al que lo necesite.
/ Foto: La Opinión
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El hombre que caminaba erguido luciendo guayaberas blancas por la calle 10, como si estuviera en una pasarela de Nueva York, cambió. Ahora Bernardo Salazar no presume de su ropaje y mira con detenimiento a quien pasa por su lado. Se detiene. Pregunta. Analiza y se conmueve con una niña que bostece largo o con una mujer muy flaca o  con un hombre desaliñado.

Y quisiera resolverles a todos los problemas. Asume como suyo lo que ocurre en la calle porque lo remonta a su época de desplazado. Llora al rememorarlo. Sus padres fueron sacados de la finca a la fuerza y huyeron a la capital, a Cali, a la casa del  abuelo. Ahí, al lado de sus catorce hermanos sobrevivió a las penurias. 

Su madre les confeccionaba la ropa y estrenaban cuando se podía. Recuerda, señalando una foto, su vanidad.  Diego, Jaime, Benjamín, Jesús y Silvio posaron con vestidos rasgados y zapatos rotos, pero Bernardo corrió a ponerse un viejo saco que le quedaba corto, apretado y mal abrochado. Quería sobresalir,  verse bien a pesar de la pobreza. Eso lo distinguía del resto de hermanos y fue al único que su mamá  matriculó en la escuela Marcos Fidel Suárez porque a los demás los dejó en la escuelita del barrio.

Sin embargo, a Bernardo no le llamaba  la atención el estudio y solo cursó hasta tercero de bachillerato. Pero sí se matriculó, más adelante, en patronaje de camisas y pantalones. 

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Le llamaba la atención la sastrería. Y se acercaba a la máquina de coser con recelo porque su padre Luis Salazar era un empedernido hombre conservador. Su madre Dora Gallego, en cambio,  lo guiaba, lo alcahueteaba hasta el punto de dejarlo coger una cortina roja de lona para que se hiciera su primer pantalón. Esa hazaña le costó. Su padre lo vio y le recriminó: “se quita ese pantalón o se va de la casa”. Y no se lo quitó. Las puertas de la sala se abrieron de par en  par. Bernardo se fue a vivir con su hermana Dora Gladys, quien también era modista. Y ahí dio rienda suelta al diseño, a la confección.   

Su madre fue su gran inspiración.  Recuerda que, a pesar de la escasez, ella bordaba  en croché y enmarcaba los dibujos. También los hacía repetir una y otra vez la letra de corrido. Era perfeccionista y responsable. Y en una ocasión, recuerda, que un cliente le mandó a hacer un pantalón y como no lo terminó su madre lo llevó hasta el cuarto donde dormía para que sintiera vergüenza. A Bernardo le gustaba mucho la rumba y por eso no surgía. Pero esa lección lo sacudió.

La crisis lo trajo a Cúcuta

En 1979, en Cali hubo una crisis de tal magnitud que la luz se iba de seis de la mañana a seis de la tarde. En consecuencia solo podía coser de noche. También su padre había muerto. Entonces habló con su hermana Dora que vivía en Mérida, Venezuela, y empacó maletas y viajó. Llegó a Cúcuta de paso, pero sin embargo, el destino lo ancló y se enamoró de la ciudad.

Ubicó a su hermana María Eugenia que vivía en el barrio El Páramo y buscó trabajo en una sastrería. Pero fue su cuñado el que le dijo que no regalara su trabajo. Se mudó para el barrio El Llano y luego a La Merced donde montó su primer almacén ‘Modas Universal’. Ahorró para un carro, pero con la primera caída del bolívar, en 1985, se fue para San Antonio y compró un aire acondicionado, una registradora, una calculadora, muebles, espejos y le puso puerta de vidrio al almacén. Con su calidad de corte, diseño y costura empezó a conquistar clientes de la sociedad cucuteña. Y cuando pasaba por la avenida segunda le llamó la atención un local que alquiló. Ahí permaneció 35 años y donde las siglas de su nombre se enmarcaron en  bronce: Bersal. En ese mismo edificio alquiló el segundo y tercer piso donde abrió los otros nueve locales. En Cali también abrió otro en la zona rosa. En varias oportunidades viajó a Europa y Estados Unidos con sus colecciones.

La enfermedad 

En el 2012 vio por televisión, de casualidad, un programa donde preguntaban: si usted tiene estos tres síntomas: dolor en el hombro izquierdo, incontinencia urinaria y sangrado en la orina, puede estar en riesgo de padecer cáncer de próstata. De inmediato se hizo un examen de orina y constató la silenciosa enfermedad. Luego le hicieron la biopsia y salió positivo. A nadie le dijo nada. Ni siquiera a sus tres hijos. Se guardó el secreto y empezó a luchar. Se rehusó a las quimioterapias, a tomar medicina y cayó en un estado de depresión. Sin embargo, el médico lo animó a cuidarse. Los negocios los cerró y se mudó a la casa que había comprado mucho antes. Aprendió a cocinar y se volvió vegetariano.

Se despojó de guayaberas, relojes y lujos. Y por primera vez se puso un  bluyin, confeccionado por él mismo. Mantiene contacto con tres grandes amigos que le tendieron la mano: Martín Barrera, Saúl Calderón y Diana Guerrero. Barrera lo describe como un “hombre que ha remendado y diseñado su vida. Humilde y que tiene claro el valor del agradecimiento” mientras que Calderón dice que es “un personaje de esos que uno conoce cada diez años. Es como un ascensor porque el que lo sube lo eleva y lo eleva al siguiente nivel. Sensible y gran conversador”.

Desde hace dos años permanece en su casa, a donde trasladó su taller.  Se dejó crecer la barba y bigote.  Cuida 14 bonsai, hace ejercicio, baila salsa, escucha música instrumental, viste casual y ya no sale a la calle con esas refinadas guayaberas blancas, ni camina como si estuviese en una pasarela. Ahora mira a su alrededor y se conmueve  de un pordiosero o de una niña con hambre.  

Celmira Figueroa

celmira.figueroa@laopinion.com.co

Comunicadora Social-periodista de la U. Autónoma del Caribe.

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