No podemos seguir al albur de que cualquier día de estos ocurra una tragedia, por pura falta de previsión.
¿Y por qué no?
En 1985, un terremoto de 8.1 grados Richter sacudió de tal modo a Ciudad de México que la sumió en su peor crisis de la historia y mató a una cantidad imprecisa de personas que hoy se tasa en al menos 10.000. El epicentro estuvo en la costa mexicana del Pacífico y las consecuencias fueron una de las mayores tragedias del planeta.
Hace dos días, un terremoto más intenso (8,3 grados Richter), con epicentro en esa misma zona, solo causó 85 víctimas fatales y la destrucción se redujo de tal modo que da la impresión de que no pasó nada.
Y es que, en realidad, salvo por las 85 víctimas fatales —una sola es demasiado—, no pasó nada en comparación con 1985. Parece cosa de milagro… ¿Por qué? En 30 años, en una de las zonas sísmicas más activas del mundo, como es México, ¿qué cambió de manera tan drástica, si es que algo ha cambiado?
En realidad, cambió toda una cultura.
Hoy, en eventualidades como un terremoto, un huracán, en fin, una posibilidad de desastre, todos saben que son responsables de los demás, y de esa manera enfrentan todas las amenazas, todos los peligros, todas las emergencia, por graves que sean.
Esa cultura llevó al Gobierno y a los habitantes a enfocarse en la creación de todo un sistema de alertas tempranas que trajo como consecuencia casi la posibilidad de predecir los sismos. En realidad, no los previenen, pero saben cómo evitar sus efectos mortales.
Los habitantes de las grandes ciudades, incluida la monstruosidad de la capital con sus 20 millones de habitantes, están tranquilos: saben que, en caso de que surja un sismo en la muy agitada y dinámica franja sísmica del Pacífico, tendrán casi dos minutos para ayudar a los demás a ponerse a salvo, y a la vez protegerse cada uno.
La clave está en el Sistema de Alerta Sísmica Mexicano (Sasmex), consistente en 51 monitores que están en los sitios de alta sismicidad, y que, cuando en la tierra hay vibraciones de cierta intensidad, envían una señal electrónica que llega a la gran urbe con ventaja de más de un minuto y activa sonidos acústicos en altavoces regados por toda la ciudad, en la radio y en la televisión y en otros sistemas de comunicación.
Entonces, con disciplina y orden adquiridos durante simulacros frecuentes, la gente sale a las calles, en lugares predeterminados. Así, cuando la onda sísmica llega y quizás las edificaciones comiencen a caer, muchas personas estarán a salvo.
Al sistema están conectadas otras ciudades, incluso de la misma área sísmica, donde también se alcanza a reaccionar.
Cúcuta, en la zona de influencia de dos zonas sísmicas, la de La Mesa de los Santos, en Santander, y la de Boconó, en Venezuela, tiene que imitar a México. No podemos seguir al albur de que cualquier día de estos ocurra una tragedia, por pura falta de previsión. Ellos, los mexicanos, nos prestarían asesoría, su espíritu solidario de estos días les da para eso y para mucho más.
Desde luego, en primer lugar y como lo más importante, se debe exigir el cumplimiento de las normas de construcción actuales que son rigurosas en este sentido; y no estaría de más contar con un sistema como el de los mexicanos para lo cual sería necesario invertir dinero. Se podría hacer, por el bien y la tranquilidad de toda Cúcuta. Pero ante tantas necesidades actuales, quizás, lo mejor es hacer cumplir las normas de construcción antisísmica vigentes.
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