Esta invasión es solo un paso avanzado en la escalada de la provocación de Caracas hacia Bogotá.
¿Venezuela no sabía?
Medir el aceite, le dice el pueblo a esa manera de actuar consistente en provocar a alguien y esperar su reacción. El símil es válido en situaciones como las que se vivieron estos días con la burda invasión de tropas venezolanas a Colombia.
Fue una acción premeditada en todos sus detalles, que buscaba establecer, sin dejar dudas, la capacidad de reacción colombiana en diferentes frentes: militar, político y diplomático, y lo lograron a plenitud. El gobierno venezolano se dio cuenta de que puede programar otras acciones similares, o más graves: total, el gobierno colombiano se entera tres días después, como mínimo.
De no ser por Édgar Camacho, campesino maltratado que se quejó ante el alcalde de Arauquita, y por los rumores que comenzaron a circular por internet, los 60 soldados y la bandera venezolanos aún estarían sembrados en ese playón de Bocas de Jujú, en la ribera occidental del limítrofe río Arauca…
El gobernador de Arauca, Ricardo Alvarado, supo a tiempo, según él mismo lo dijo cuando lamentó que la noticia se hubiera filtrado, pero guardó silencio, como como si los asuntos de la soberanía violada fueran solo para su consumo personal.
Para los fines de cualquier gobierno, generar una crisis diplomática con otro es siempre un medio idóneo. Acalla las voces internas, atrae la atención mundial y produce mecanismos y herramientas para negociar lo innegociable. Apoyos ante los foros mundiales, como mínimo, o incluso jugar a la guerra, en casos más extremos.
Esta invasión es solo un paso avanzado en la escalada de la provocación de Caracas hacia Bogotá. El método es siempre el mismo: se comienza con el episodio de una patrulla cansada que cruzó la frontera sin percatarse de los límites; se sigue con un par de sobrevuelos cortos argumentados en condiciones climáticas; viene luego el aterrizaje de una aeronave y el secuestro de dos parroquianos, para seguir con el establecimiento de un campamento… y llegar hasta donde el país vecino, en este caso Colombia, lo permita. Y, por lo visto, acá se permite todavía mucho más…
Así se les mide el aceite a los gobiernos vecinos y a sus ejércitos…
Lo doloroso de todo esto es que la reacción colombiana se haya limitado a un rápido telefonazo cordial y prudente de presidente a presidente, con el cual los vecinos confirmaron que pueden conducirnos donde quieran, sin inconvenientes.
Está muy bien reclamar con prudencia, con diplomacia, con seriedad, pero no sobra toda la energía, necesaria para que el interlocutor se convenza de que está tratando con el país equivocado.
La invasión —contrariando la opinión del gobernador de Arauca— tiene que traer consecuencias para las relaciones bilaterales. En todas las fronteras, patrullas de un país cruzan al otro por error, en situaciones que se corrigen de inmediato y que no generan consecuencias. Pero otra cosa es que un batallón extranjero armado se establezca en el país vecino, maltrate a los habitantes, ice su bandera y ni siquiera argumente un error. Eso es intolerable, y claro, sí, debe producir consecuencias.
Y dentro, también, pues de todo se desprende que, si no hubiera sido por el campesino Camacho y su aviso oportuno, aunque silenciado, quizás dentro de unos días todos estuviéramos diciendo: acabo de enterarme…
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