El escepticismo del que habla monseñor Sánchez no es otra cosa más que el reflejo de una sociedad incrédula.
Una ‘paz’ que no emociona
Desde que se iniciaron los diálogos entre el Gobierno y la guerrilla de las Farc para buscar el fin del conflicto armado a través de un acuerdo de paz, los titulares de prensa, los políticos, los catedráticos y los especialistas, han dicho en repetidas ocasiones que los efectos de estos acuerdos se sentirán y se vivirán en las regiones.
Punto por punto, los avances se han dado a lo largo de estos cuatro años de negociación y, sin embargo, hoy, cuando se acerca la hora de firmar con las Farc el acuerdo de paz definitivo y del fin del conflicto, en las regiones más afectadas por la violencia no hay emoción en torno a este hecho, ni mucho menos conocimiento de cómo esta nueva realidad podrá realmente transformarlas.
El Catatumbo es una de ellas. Allí, sus habitantes –la gran mayoría campesinos–, no se identifican con la paz que se negocia en La Habana, según ha dicho Monseñor Óscar Sánchez, obispo de Tibú. En sus propias palabras, la gente es escéptica, ve la paz muy abstracta, no la creen posible dentro del territorio.
Y no podemos culparlos, pues la desconexión que existe entre su realidad y lo que está sucediendo en Cuba, tiene que ver con la falta de pedagogía sobre el proceso, que ha sido quizás el mayor desacierto del Gobierno en esta negociación. Si la verdadera transformación, tras la firma de los acuerdos, se va a dar en las regiones, es allí a donde ha debido llegar el Gobierno para explicar de manera sencilla y comprensible, lo que implicará cada uno de los puntos acordados en La Habana.
Si bien es cierto que desde el inicio la regla fue ‘nada está acordado hasta que todo esté acordado’, la falta de información para estas personas, que son el punto clave del posconflicto, ha hecho que su vida siga girando en torno a los cultivos de coca y a la manera más obvia que tienen de sobrevivir, sin importar que este, entre otros puntos claves, hayan sido tratados en la mesa de negociación.
El escepticismo del que habla monseñor Sánchez no es otra cosa más que el reflejo de una sociedad incrédula, producto de décadas de abandono, en las cuales la única forma en la que han conocido al Estado es a través de las armas de los militares que hacen presencia en sus zonas. La historia del Catatumbo mismo les ha enseñado que los ciclos de violencia a los que han sido sometidos, sucedieron, entre otras cosas, por el abandono estatal. Por eso quizás no conciben que ahora que empieza a hablarse de posconflicto, su realidad vaya a ser distinta.
Una vez firmada la paz, los hombres de las Farc se concentrarán en una zona establecida y dejarán libres los espacios que antes controlaban, lo que implicará una organización impecable del Estado para estrenarse en el territorio, para llegar a hacer presencia con toda su institucionalidad y convertir eso que antes era dominado por la ilegalidad, en una zona donde todo funcione bajo los parámetros de un Estado de derecho.
Lo difícil del asunto es que la gente del Catatumbo nunca ha visto que esto suceda, y por el contrario, ha sido testigo de cómo los otros actores armados que hacen presencia en la zona (Epl, Eln y Bacrim) han aprovechado los momentos estratégicos para incrementar su gobernabilidad a través de las armas, el temor y la fuerza.
Así sucedió con la desmovilización de los paramilitares en el 2004, que, técnicamente, los sacó del Catatumbo; sin embargo, ante la pasividad del Estado, la guerrilla volvió a ocupar estos espacios imponiendo nuevamente su ley. Ahora temen que la historia se repita y que esta ‘paz’ sea solo un capítulo más de su historia.
El Gobierno está en deuda con sus regiones, y ahora que está a punto de dar un paso trascendental en su intención de acabar con más de medio siglo de violencia, no solo tiene el reto de convencer a los ciudadanos de que lo pactado es lo mejor, sino también de demostrar que sí está preparado para lograr entrar a los territorios a trabajar para que sus habitantes tengan una vida digna, otro futuro.
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