Lidiar con comunidades indias ha sido siempre un problema complicado para los gobiernos, por razón de las enormes diferencias culturales entre los gobernantes y esos grupos de gobernados, y por la manera tan diversa de interpretar la realidad.

Por estos días, las autoridades locales están enfrentadas a una muy particular situación de conflicto, generada por un nutrido y agresivo grupo indio extranjero, que pretende imponer su modo de vida por encima de cualquier consideración, incluso de orden legal.

Son los yukpa, del estado Zulia, parientes muy cercanos de los barí, y uno de los pocos pueblos aborígenes que aún se mantiene más o menos integrado del vecino país, aunque la situación de abandono en que lo mantiene el Estado es lamentable.

En medio del intenso éxodo venezolano hacia Colombia, los yukpa comenzaron a llegar a Cúcuta. Primero, una familia pequeña, con varios niños, se estableció en cercanías de la Central de Transportes.

Allí se dedicaron a la mendicidad.

Luego, llegaron otros, y encontraron un basurero bajo el puente internacional Francisco de Paula Santander, que une a Cúcuta con Ureña, y allí decidieron hacer su hogar, en condiciones realmente deplorables.

El año pasado, ante quejas de los vecinos de El Escobal y de comerciantes del centro, frente a cuyas tiendas se mantenían, la Alcaldía decidió devolverlos a su país: les entregó víveres, herramientas, medicinas, dinero y transporte hasta sus tierras. Y, al día siguiente, estaban de regreso. Ya eran decenas.

Volvieron al basurero, donde se hicieron fuertes: no permiten, desde entonces, el paso de nadie por las cercanías, y amenazan con cuchillos y piedras a quienes se acercan, incluso autoridades.

Por su particularidad como etnia aborigen —muy pocos de sus miembros entienden el español, tienen costumbres fisiológicas que chocan con las de los vecinos de El Escobal, duermen a la intemperie, sus mujeres dan a luz en el basural…— está sometida por las autoridades a un tratamiento especial que la privilegia incluso hasta generar quejas de los habitantes del barrio.

Argumentan que el Estado no puede darles preferencia a extranjeros, aunque sean indios, sobre los propios ciudadanos colombianos, a los que les fue alterada su tranquilidad y arrebatado su derecho a disponer del espacio público y comunitario del entorno, y menos cuando, como ocurrió ayer, agreden físicamente y lesionan a la autoridad colombiana. Dos aduaneros fueron apedreados y heridos.

Hay dos posturas contradictorias en el tratamiento burocrático del problema: la de quienes sostienen que se deben tener cuidados especiales, por tratarse de seres humanos muy vulnerables, y la de que son simplemente extranjeros a los que se les debe tratar como a los demás inmigrantes.

Mientras a alto nivel las autoridades resuelven qué hacer, los yukpa seguirán siendo abusados por narcotraficantes y contrabandistas que los utilizan para pasar mercancías ilegales hacia ambos lados de la frontera, aprovechando que los agentes de control colombianos no los revisan, para evitar vías de hecho como las de ayer.

Hacia Colombia traen carne y diversos víveres, y hacia Venezuela llevan, al parecer, drogas.

El hecho es que con su comportamiento individual y colectivo han generado un serio conflicto, en el que el Estado se ha visto neutralizado, porque no ha asumido una posición definitiva. Todos los funcionarios se han movido en la medida de las circunstancias de cada momento, sin comportarse de manera sistemática, y eso lo saben los yukpa y sus defensores.