En dos semanas, El Tarra, ese pueblo rodeado de coca, resequedad y violencia, pasó a convertirse en foco de atención nacional e internacional.
Un mundo aparte
Después de quizás los cuatro años más agitados de la política colombiana, por razón del proceso de diálogo de La Habana, y en la puerta del camino hacia la paz, el país parece haberse dado cuenta, al fin, de la escabrosa realidad llamada Catatumbo.
Si un acuerdo de paz con las Farc se firmara hoy, podría parecer una gran contradicción o una especie de tomadura de pelo si al clima de tranquilidad al que se pudiera llegar en el país se le compara solo con la vida diaria en El Tarra.
En dos semanas, ese pueblo rodeado de coca, resequedad y violencia, pasó a convertirse en el foco de la atención nacional e internacional por situaciones como los secuestros, los asesinatos, las desapariciones y el terror, tan corrientes allí, que ya se hacen rutinarias.
Un centinela de la base militar fue muerto de un balazo en la frente por un francotirador, en hechos que pusieron en entredicho las medidas de seguridad del Ejército e hicieron notoria la audacia del ELN para cometer un atentado así a media mañana.
Un día después, dos jóvenes raspachines (recogedores de hoja de coca) que iban a casa a descansar por el fin de semana, desaparecieron sin dejar rastro en un tramo de carretera en el que de ordinario hay presencia militar.
Una semana después aparecieron en una aldea a una hora de allí: llorando contaron que desconocidos los secuestraron para invitarlos a formar parte de un grupo ilegal que supuestamente estaban conformando.
Ante la negativa de los jóvenes, los dejaron libres. No los maltrataron ni les hicieron amenazas, acostumbradas en casos así. Pero mientras permanecieron desaparecidos, los habitantes de El Tarra protestaron de diferentes maneras, en la creencia de que el Ejército estaba involucrado en la situación.
Esos hechos coincidieron con la presencia en la zona de la periodista Salud Hernández-Mora, acérrima crítica del secuestro y del accionar guerrillero, cuyo paradero desde el sábado en la tarde es desconocido. Un bloqueo total de las vías en protesta por la doble desaparición le impidió a la reportera salir de El Tarra un día antes.
La última persona que la vio fue un motociclista que la llevó hasta Filo El Gringo, el caserío donde aparecieron los raspachines. Iba tranquila, sin temores, sin presión alguna, dice el motociclista. Ella le pagó 35 mil pesos por el viaje, no hizo comentario alguno, se despidieron y fue todo.
A partir de entonces, surgió todo tipo de rumores sobre un posible secuestro de la controvertida periodista, por parte del ELN. Pero nadie tiene cómo probarlo. Esa versión la defiende el diario El Mundo, de España, del cual Hernández-Mora es corresponsal hace 17 años.
Pero, en El Tarra, un mundo aparte, una realidad incomprendida, alcalde y los habitantes consideran que la reportera está voluntariamente donde quiera que esté. Ojalá tengan la razón. Y todos los habitantes siguen con su vida.
Por orden presidencial —la reportera es acerba crítica del gobierno— a El Tarra llegaron investigadores especiales que tratarán de aclarar lo sucedido con la reportera, pero cuando se vayan, todo seguirá como hasta ahora: un pueblo en el corazón del conflicto bélico, rodeado de coca y de violencia, de eriales y falta de presencia del Estado.
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