Es un juego que se repite año tras año, invierno tras invierno, en los mismos barrios de las ciudades, junto a las mismas corrientes de agua.
Un Estado falaz
Cada temporada de lluvias, todo es lo mismo: inundaciones, deslizamientos, tragedia, muerte, dolor, devastación. Después de los lamentos de siempre, sigue la letanía de mandatos de siempre: nadie puede vivir en sitios que se inunden ni que se deslicen, ni a orillas de los ríos ni en colinas deforestadas.
Y viene el mismo coro de ciudadanos necesitados y quejumbrosos: ‘si no es allí, sobre el borde del precipicio, o en el borde del río, o en la escarpa desnuda, ¿dónde podremos vivir, entonces? No tenemos más…’
En muchos casos, el Estado dispone de vivienda para los damnificados, y le da acomodo a cada grupo.
Pasada la temporada, el ciclo se repite: la gente regresa al lugar donde vivía —si tienen casa o apartamento de los planes gratuitos, los alquilas—, levanta sus frágiles casas, y espera la próxima temporada.
Y, por su parte, el Estado formula planes de control y de recuperación de las zonas afectadas por las lluvias.
Pero al final, falaz, el Estado lo incumple todo: no controla, no vigila, no los obliga, ni a los damnificados y muy probablemente víctimas del futuro mediato, a que de verdad se vayan de las zonas de peligro, ni a las autoridades locales a que, en serio, hagan cumplir las normas legales.
Es un juego que se repite año tras año, invierno tras invierno, en los mismos barrios de las ciudades, junto a las mismas corrientes de agua, urbanas y rurales; en las mismas colinas deforestadas y en las mismas zonas bajas e inundables.
Es cosa de nunca acabar, mientras los responsables de administrar toda la gestión del Estado no asuman una postura que de verdad lleve a que las soluciones sean definitivas.
Permitir, como lo permite el Estado, que las mafias de invasores de terrenos sigan estimulando el crecimiento de asentamientos anormales en las ciudades, es, quizás, el mayor problema en una situación persistente que ya no causa ni risa en los ciudadanos, convencidos como han vivido de que el juego genera los dividendos electorales suficientes para garantizar que todo se mantenga como está.
Lo único que cambia cada año es el nombre de cada víctima.
Prevenir es, por estos tiempos, el verbo menos conocido por los funcionarios del Estado. Para ellos no existe ni la prevención ni nada que se le parezca. Es por eso que, en sectores donde nunca había ocurrido nada que lamentar durante las lluvias, ahora se desbarrancan. El peligro siempre estuvo allí, pero el Estado no lo advirtió y, por lo tanto, no le dio solución a problemas fáciles de solucionar.
Desde hace largo tiempo se viene insistiendo en la necesidad de que Cúcuta se prepare de la mejor manera para la eventualidad de un sismo grave. ¿Lo está, en verdad? Claro que no. Salvo algunos simulacros, para nada rigurosos, nada más se ha hecho, en una urbe que está asentada sobre fallas geológicas que ya ha hecho sentir su efecto, con niveles de catástrofe.
¿De qué manera explicarán las autoridades su falta de previsión, cuando el día de la verdad llegue?
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