La verdad es que ya no hay río, y desde hace mucho tiempo.
Tardío tatequieto
La Corporación Autónoma Regional para la Frontera Nororiental (Corponor) suspendió, por fin, la extracción de materiales de arrastre en el río Pamplonita, “a fin de garantizar el caudal ecológico para su sostenibilidad natural”.
Aunque la medida favorece también al río Algodonal, que abastece de agua a Ocaña, es en el caso del Pamplonita una decisión que no puede ser menos que recibida con alivio y satisfacción, y con esperanza.
La verdad es que ya no hay río, y desde hace mucho tiempo. No podemos decirle río a un hilo de agua putrefacta incapaz de nada. Es una ofensa para una corriente que nos dio todo, hasta su vida, sin que lo supiéramos apreciar, mucho menos agradecer. Aunque técnicamente está vivo, porque aún sus aguas corren y en ellas hay algunas especies animales, realmente el río está expirando, porque los cucuteños lo aniquilamos.
La doble razón de Corponor para suspender la explotación de materiales de arrastre (piedra, arena…) es grave. Porque, además de que de otra manera no se puede garantizar el suministro de agua potable a Cúcuta, se pretende evitar más atentados contra el ecosistema.
Esto último lleva a preguntar, si esta segunda razón es clave, como lo hace ver Corponor, ¿por qué no se tomó la medida hace años, cuando el río aún podía escapar a su sino trágico de muerte concertada?
Porque el Pamplonita está muriendo, porque todos nos hemos propuesto el objetivo infame de matarlo: basuras, quemas, residuos de todo tipo, desvíos más o menos legales y más o menos ilegales, aniquilamiento de especies animales y vegetales… todo eso lo venimos haciendo desde hace muchos años, sin control de nadie, ni siquiera de la autoridad creada para protegerlo, mucho menos de quienes han obtenido contratos para explotarlo hasta su última gota de vida.
Al respecto, caben más preguntas: ¿el dinero que pagan los concesionarios para llevarse la piedra y la arena realmente justifica sacrificar el río? ¿Esos materiales no se pueden suplir por otros, producto del desarrollo tecnológico, por ejemplo? ¿Vale más la satisfacción de intereses particulares de unas cuantas firmas que el patrimonio colectivo de los nortesantandereanos? ¿Tan poco vale, para el Estado y sus organismos de control, la vida de un río que alguna vez fue navegable y hoy es un pésimo recuerdo? ¿Tan poco nos importa el agua, que le damos prioridad a las piedras y a la arena por la que se deslizaba?
Lo ocurrido al Pamplonita es un crimen. Lo sabe Corponor. Lo saben todas las autoridades. Lo sabemos todos los cucuteños. Todos, sin excepción. Todos somos copartícipes en un delito de lesa natura que el mundo nos deberá cobrar algún día. Es un crimen, lo saben con mayor razón quienes compran sus piedras y su arena y con ellas se llevan la vida de peces y decenas de especies animales y vegetales. Es un crimen, aunque duela reconocerlo. Además, es un crimen no admitirlo.
Estas medidas temporales deberían ser definitivas, a fin de que todos los complotados en el atentado permanente contra el río hagamos lo que sea por impedir que deje de respirar en medio de la fetidez de la cloaca de Villa Camila, bajo la oruga de un tractor de los explotadores o de las llantas de cualquiera de las volquetas que usan el cauce como carretera.
Y pensar que todo ocurre ante la vista de todos. Desde las ventanas de Corponor es fácil percibir la agonía interminable de este río generoso que no merece haber tenido la mala suerte de tenernos como sus usufructuarios.
Pero, con toda franqueza, que alguien responda: ¿valen más las miserias de dinero que se reciben, que la vida del rio al que le debemos más de lo que creemos deberle? Si valen más esas monedas sucias que el rumor del agua que alguien pensó en dejarle como herencia a sus hijos, pues, entonces, terminemos: ¿quién le da la estocada final?
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