La corrupción es un mal cultural de profunda raigambre en sociedades como la colombiana.
¿Solo ahora?
Tolerar la corrupción, es decir, permitirle que continúe causando estragos con el país, es una forma de corrupción, moralmente tan o más grave que la que se registra en las dependencias públicas, por ejemplo.
Callar, por ejemplo, ante el corrupto que se adueña del presupuesto, es peor que robarlo, porque la persona que lo tolera está permitiendo que le roben lo que en justicia le corresponde para su bienestar.
Es oportuno aclarar que corrupto no es solo el ladrón de cuello blanco que dispone a su antojo del dinero del Estado; también lo es quien tuerce las leyes o sus actos como funcionario para su beneficio o el de alguien. Así, es corrupto el funcionario que tiene conocimiento de las acciones ilícitas de sus compañeros de dependencia y calla, por la razón que sea.
La corrupción es un mal cultural de profunda raigambre en sociedades como la colombiana, en la que incumplir las normas legales es generalizado, tanto como pagar coimas, alterar medidores (incluidas básculas, taxímetros…), saltarse turnos y colas, cobrar y pagar por lo indebido…, en fin, sería interminable enumerar las muestras de la corrupción debidas a la cultura de la ilegalidad que nos devora.
Por eso, llama tanto la atención el reciente pronunciamiento de la Asociación Nacional de Empresarios de Colombia (Andi), para declarar que “en el país hay un alto nivel de tolerancia a la corrupción” y señalar aduanas, impuestos y medio ambiente, además de salud, como sectores mayormente proclives a ser corruptos.
Es en los sectores empresariales donde el fenómeno de la corrupción está más extendido, pues son, al menos, los que más tienen que ver, por ejemplo, con lo fiscal, lo aduanero y lo medioambiental.
De todos modos, que el empresariado admita que hay una gran tolerancia hacia la corrupción es un avance esperado. Sin embargo, valdrá mucho la pena si esos mismos sectores se juegan enteros por combatirla hasta exterminarla. Es esta una excelente oportunidad para que la Andi forme en primera fila de combatientes por la pulcritud en los negocios y en la relación del sector privado con el público.
Y con la Andi, todas las agremiaciones empresariales.
Detrás de ellos, sin duda, irán millones de colombianos preocupados por la realidad del país y por el futuro, cada vez más oscuro, de sus hijos como ciudadanos y como miembros de una sociedad a la que hay que rescatar, antes que otras cosas.
En realidad, el combate contra la corrupción debe ser una tarea nacional, que tenga como comienzo la garantía de que los organismos de control funcionen según las normas legales y de que los responsables irán al único lugar donde deben estar: la cárcel, no sus suntuosas mansiones construidas con dinero putrefacto.
Sin duda la Andi había tardado en admitir que entre sus afiliados hay una clara percepción de lo que significa la corrupción.
No lo habían expresado, porque tal vez nadie les había preguntado, pero no puede negarse de que esa percepción es de hace muchos, muchos años.
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