No hay evidencia de que los niños criados por parejas homosexuales presenten diferencias en su desarrollo con respecto a los demás.
Sí a la igualdad
Este es, al menos en teoría, un país incluyente en el que todos cabemos en igualdad de condiciones. Y abrir las puertas a la adopción homosexual es una manera de darle forma al discurso ideológico que soportan los fundamentos constitucionales del Estado que creamos todos de los ciudadanos: social de derecho, democrático, pluralista y en el que prevalece el interés general.
Infortunadamente, aún hay en Colombia sectores que se consideran con el derecho a abrogar el derecho de los demás, solo porque en otras formas de Estado les otorgaron privilegios inconsultos con las mayorías, pero de los que hacían uso con rigor incluso para decidir sobre cuerpos y almas.
Los argumentos de que el homosexualismo es una enfermedad transmisible y de que un niño adoptado por uno o dos homosexuales está expuesto a hacerse homosexual están desvirtuados científicamente, con investigaciones muy serias y respetables, que contrastan de manera categórica con criterios de personas que se consideran dueñas de una verdad incontrovertible, inamovible e inmutable.
Según la Sociedad Colombiana de Siquiatría, no solo la homosexualidad no es una enfermedad, sino que tampoco hay evidencia de que los niños criados por parejas homosexuales presenten diferencias en su desarrollo con respecto a los demás pequeños o trastornos que configuren factores de riesgo emocionales.
Pero los defensores a ultranza de ciertos criterios pregonan que conclusiones como las de los siquiatras colombianos ponen a la persona que los comparte en la antesala del infierno, cuando no en el infierno mismo.
En un país donde los índices de delincuencia son absurdamente elevados, por razón de una extendida cultura de la violencia y de la ilegalidad, y en la que el todo vale es la norma, ¿dónde se han criado los miles y miles de delincuentes? Sin duda, en hogares tradicionales conformados por hombres y mujeres.
Esto indica que la razón que han esgrimido quienes reprochan la decisión de la Corte Constitucional bien podría desvirtuarse,pues asegurar que los niños adoptados por padres homosexuales necesariamente van a convertirse en homosexuales, es una tesis generalizadora, que genera aún más estereotipos y polarización.
Aunque nadie niega que en un país conservador como Colombia, una decisión como esta pueda generar resistencia y requiera de un proceso de transición, los opositores no pueden aferrarse a que es suya la razón y es suya la verdad.
Quizás con este gran paso, hay que empezar a aceptar que esta sociedad está cambiando y tiene, cada vez más, una mentalidad abierta quizás como nunca antes.
En estas circunstancias, no tanto proponerlo, como aprobar y efectuar un referendo en busca de atajar el fallo de la Corte, parece una medida costosa e innecesaria, pues a pesar de la visibilidad que se le ha dado a quienes están en desacuerdo con la decisión, existe una enorme mayoría –muchos de ellos heterosexuales– que la respaldan.
El asunto, en el fondo, es que la decisión de la Corte toca convicciones muy arraigadas en algunas personas. Pero no se puede ir contra la realidad, ni abogar por los derechos fundamentales a la igualdad y no discriminación en unos casos sí y en otros no. En el fondo, muchos de los detractores de la adopción de niños para parejas homosexuales, han defendido en otros escenarios estos derechos que hoy pretenden negar a parejas que merecen el mismo tratamiento que el resto.
Como bien lo ha dicho el ministro de Justicia, Yesid Reyes, este fallo deja en claro que la orientación sexual de las personas no incluye ningún impedimento o minusvalía desde el punto de vista físico, ni mental ni moral para adoptar niños. Esa es la realidad que ha impuesto la Corte y que se espera prevalezca, ante la dura batalla jurídica que se viene.
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