Francia no tiene más lágrimas; la madre de los derechos las agotó en una noche de terror en un París que prácticamente ardió.
Sembrar vientos
Es Satanás, y está de regreso. Con violencia sin límite. Con el terror como estandarte. No son la anticruzada, son las mismas cruzadas papales medioevales, pero en sentido inverso, de Oriente a Occidente, con odio extremista alimentado por ocho siglos de sometimiento a los dictados de imperios extranjeros.
Es la religión hecha política radical, el fundamentalismo islámico en forma de espada sarracena que viene por todos los que una vez los atacaron, humillaron y ofendieron por la única razón de creer en que Alá es el único Dios y Mahoma, su profeta.
Hoy Francia no tiene más lágrimas; la madre de los derechos las agotó en una noche de terror en el corazón de un París que prácticamente ardió, y será hoguera de nuevo, como altares ardientes serán otras ciudades de la orgullosa, pero abusiva, expoliadora y soberbia Europa.
Es la yihad y son sus muyahidines vengadores, que quieren retroceder la historia y borrar todo rastro de la ignominia invasora que los aniquiló, con la cruz como estandarte y el papa como general de generales.
Siglos de sangriento vasallaje, en el que culturas y pueblos prácticamente fueron borrados en aras de la avaricia de franceses, alemanes, españoles, belgas portugueses y británicos, están en la carga de cada bala y de cada taco dinamitero que están haciendo estallar los musulmanes más extremos en las calles europeas.
Porque, no hay duda: en la Edad Media fueron la cruz del cristianismo y la espalda del cruzado las que hicieron llorar y sembraron el dolor y lo regaron con sangre árabe, aunque no toda fuera musulmana.
Tampoco hay duda: hoy no es el Islam, pero sí es el Islam, la versión política del Corán, la que, como jinetes de un Apocalipsis tempranero, ha despachado a sus suicidas a recuperar el brillo del imperio perdido y a pregonar que pese a todo Alá es Dios.
Francia, la civilista, la madre de todas las libertades, hasta 1962 mantuvo como territorio suyo a Argelia y a un tercio de África, y solo le permitió liberarse cuando se ahitó de sangre revolucionaria e independentista. Fueron 132 años de ignominia que, por vía de la sangre derramada, se grabó en la memoria de todos los árabes del mundo y de los musulmanes en la medida de cada masacre: Sétif, Guelma, Kherrata…
Lo de París, infame, aterrador, absurdo, es sangre por sangre, lágrima por lágrima, muerto por muerto. Y habrá más, porque por las venas de Europa está corriendo un virus recién inoculado, para el que la cura aún no se conoce. Cada árabe llegado a las costas italianas y griegas, musulmán o no, trae fresco en la memoria el recuerdo de su historia en la versión europea de la metrópolis que dispone y determina. Y todos los recién llegados quieren reescribirla.
Unos, muy pocos, infiltrados en las barcazas, lo harán con el terror al que acude el que jamás ha sido escuchado aunque ya no pueda gritar más. Su argumento es su religión interpretada como regla política. Y son el virus que enfermará aún más a la Vieja Europa…
Hoy, el Estado Islámico va por Europa, aliado con expresiones de la cultura occidental: internet, celulares, redes sociales, comunicación al instante con todos los suicidas que solo esperan la orden de atacar no importa dónde, mientras se cause el mayor dolor posible.
Todos los árabes no son iguales, ni todos los musulmanes. Pero sí los yihaidistas, radicales, extremistas y fundamentalistas que tienen en el Estado Islámico ya no una esperanza, sino una realidad, territorio incluido, y un califa. Y tienen origen sunní, el mismo de Saddam Hussein, a quien Occidente derrocó para hacerse a su petróleo.
En cambio, por decisión, todos los europeos son iguales y Europa, una sola. Y lo que sea con París será con todo el Continente, y no habrá manera de escapar o de eludirlo.
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