En el Palacio no murieron los magistrados, sus auxiliares, los guerrilleros y los visitantes: murió el Estado.
Segunda parte
El objetivo de la alianza entre narcos extraditables y el M-19 era uno muy diferente del que lograron: partir en dos la historia de Colombia.
La pretensión era arrodillar al gobierno de Belisario Betancur, para que, de un plumazo, dejara sin futuro todo el proceso de extradición, no solo de miembros de los carteles del narcotráfico sino de otros delincuentes.
Pero, por alguna razón que nadie ha explicado a satisfacción, todo falló, y la toma del Palacio de Justicia en Bogotá se convirtió, en pocas horas, en la más grande tragedia colombiana generada por la guerra.
La primera noche de la toma, con la poca información disponible, el país percibía que la democracia había muerto, en especial porque la voz civilista de Betancur jamás se volvió a escuchar con su acostumbrado tono paternalista, y en su lugar, la vocería del Estado y del gobierno es escuchaba con el altisonante y a veces discorde y monótono eco de las órdenes militares.
En el Palacio no murieron los magistrados, sus auxiliares, los guerrilleros y los visitantes: murió el Estado, aunque sea difícil admitirlo, y con él, obviamente, toda la Nación como era, patriarcal, tradicionalista, injusta, desequilibrada, sin equidad alguna y con los principios éticos en cuestión.
Que de esas cenizas haya resurgido el país fue realmente producto de un acuerdo tácito de todos los sectores sociales, coincidentes en que era necesario refundar el Estado, como fuera, a fin de que hubiera oportunidades para todos.
Y es lo que hoy tenemos, ajustado, claro, por la Constitución de 1991.
Pero las heridas no han sanado, ni sanarán en mucho tiempo, por más esfuerzos que se hagan en busca del perdón y de la reconciliación.
A raíz de lo ocurrido, surgió un nuevo lenguaje de violencia, con el que, años después, se cometieron atrocidades por parte de agentes del Estado, y se abrieron las compuertas para que pasaran las organizaciones de autodefensa que sumieron a Colombia en su más negra noche.
Aún hay familias que lloran por sus desaparecidos, todavía se espera que alguien explique, con suficiencia, las razones que llevaron a esos días de locura.
Porque, en concepto de muchos analistas, hubo toda la oportunidad para un diálogo civilizado entre el gobierno y los guerrilleros, pero a cambio se le cedió el paso a la violencia desatada de policías y soldados.
El hecho de que el M-19 haya decidido aceptar la mano tendida del Estado y de la sociedad, para dejar las armas y regresar a la vida civil, no pudo acallar las críticas contra la organización y ejecución de la demencial toma. Aún hoy se escuchan los ecos que les reclaman, a los líderes de esa organización armada, ahora algunos de ellos exitosos funcionarios, por esa jornada inexplicable.
Tanto la guerrilla como las fuerzas del Estado hicieron gala, durante las horas que duró la toma, de todo lo que somos capaces en materia de violencia.
Porque esa acción fue, ni más ni menos, el resultado del represamiento de muchas violencias acumuladas durante decenios de injusticia, de inequidad y de marginamiento de grandes masas sociales y políticas.
Que aún no hayamos logrado ponernos de acuerdo sobre lo que se debe hacer para dejar, definitivamente, el pasado atrás, es solo consecuencia de las profundas heridas dejadas por una toma que nunca se debió dar, porque en vez de ser cura para todas las violencias conocidas, desató fuerzas siniestras que llevaron la violencia y la criminalidad a límites insospechados.
No se puede pedir que ese episodio se olvide. Marcó la ruptura con el país parroquial y, en mucho, bucólico, para darle paso a otro al que aún dudamos del rumbo que debemos imprimirle.
Solo que el precio fue increíblemente exagerado.
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