Los pimpineros jamás desaparecieron, ni siquiera porque sus cambuches fueron destruidos por la secretaría de Gobierno local.
¿Por qué creer?
Ya no es como hace algunos años, cuando la palabra de un ministro era, por si se puede decir así, casi una ley, que se cumplía por encima de otras circunstancias.
Ahora, a la palabra de un ministro, a la del presidente, inclusive, no la creen todos los ciudadanos, que la tienen como una especie de formalismo circunstancial.
Los mismos altos funcionarios del Estado se han encargado, con el paso del tiempo, de restarle credibilidad a sus promesas, a sus afirmaciones. Y la razón tiene que ver con el incumplimiento de casi todo lo que prometen y dicen.
Quizás no todos los ministros dicen y prometen cosas que luego no cumplen; quizás algunos dicen la verdad y hacen lo posible por compaginar sus palabras con sus hechos.
Un caso que sirve de ejemplo para demostrar esa falta de credibilidad se da en esta ciudad, quizás a una de las que más promesas le incumplen.
Casi al día siguiente del cierre fronterizo, el gobierno corrió a garantizar que habría todo el combustible necesario para el parque automotor de Cúcuta y del departamento, y que el contrabando desde Venezuela sería historia.
No habrá escasez ni de gasolina ni de diésel: el gobierno lo garantiza y hará llegar de inmediato la cantidad necesaria; dentro de unos dos días no puede haber colas ante ninguna de las estaciones de servicio, ni habrá más pimpineros en las calles, se le dijo a Cúcuta.
Pero, las colas nunca desaparecieron; por el contrario, ahora son casi tan largas como al comienzo de la crisis fronteriza, y los pimpineros poco a poco van reapareciendo, aunque unos pocos cambuches fueron destruidos por la secretaría de Gobierno local.
Todas las razones oficiales entregadas para explicar las mismas situaciones de cada día quedaban desvirtuadas de inmediato por la realidad: mientras oficialmente decían que todas las gasolineras trabajarían 24 horas seguidas, la realidad de algunas dejaba sin piso la garantía del gobierno.
¿Cuál de todos los rumores callejeros encierra la verdad? ¿La gasolina la venden las estaciones de servicio a traficantes que la llevan a otras zonas del país para venderla sin el subsidio y ganar mucho dinero? ¿La venden las gasolineras a los pimpineros para que la vendan más cara en las calles a quienes no quieren hacer una cola kilométrica que jamás parece avanzar? ¿La gasolina la esconden en alguna parte de la cadena de distribución, para especular con ella?
Si, como dice el gobierno, hay gasolina suficiente, ¿por qué razón ayer una estación de servicio, en el centro de la ciudad, debió colgar un cartel que decía que había agotado sus existencias, y largas colas de automovilistas y motociclistas perdieron, no solo todo el tiempo de espera, sino la confianza en el gobierno y sus voceros.
¿No sería mejor que el ministro de Minas, Tomás González, como vocero del gobierno aumentara definitivamente el cupo para la ciudad? Bastantes años lleva la ciudad ahorrándole al gobierno nacional combustible, por causa del contrabando que el mismo estado ha permitido, aún en épocas en que el diferencial cambiario no producía las millonarias utilidades que hoy obtienen quienes viven de ese negocio. ¿Y cuánto tiempo hace que se ha venido pidiendo el aumento definitivo del cupo de gasolina colombiana?
Sería más honrado, con una ciudad a la que le deben tantas explicaciones sobre desidia y negligencia que hasta los cucuteños hemos perdido la cuenta de cuántas han sido, que se dejara en claro de una vez que si el Estado está o no en capacidad de resolver al menos este problema crónico de la frontera, derivado de varios factores, entre otros la falta de autoridad de nuestros gobernantes y la complicidad de muchos ciudadanos, quienes por varias décadas han permitido que se perpetúen estas situaciones.
Porque el contrabando de gasolina o de lo que sea tiene su origen en la incapacidad del Estado para controlarlo y eliminarlo mediante el ejercicio de la autoridad complementándola con programas que de verdad le ofrezcan a la gente fórmulas económicas que la lleven a olvidarse de la cultura de la ilegalidad en la que la han obligado a desarrollarse.
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