El pasado fin de semana, a alguien se le ocurrió organizar una fiesta nocturna para menores de edad.
Permisos y amenazas
Organizan fiestas con menores de edad —ilegales por donde se les quiera mirar—, no invierten casi nada más que el costo del alquiler por un local nocturno, venden sobrecupo, no disponen de las más pequeñas medidas de seguridad; luego, eluden su responsabilidad por los hechos sangrientos que se generan por razón de la droga o el alcohol, y finalmente, para cerrar el circuito de anomalías, amenazan a los periodistas.
Es la más reciente muestra de la cultura de la ilegalidad que devora a Cúcuta a dentelladas, con protagonistas que se escudan en compadrazgos y amiguismos de dudosa moral con funcionarios que, se supone, deben velar porque la sociedad que, equivocada o no, les confirió poder, disfrute de mejores niveles de bienestar y calma.
El pasado fin de semana, a alguien se le ocurrió organizar una fiesta nocturna para menores de edad. Alquiló un local donde venden alcohol, en un sector donde, según la Policía, se comercia con drogas y vendió las entradas. Pidió el permiso legal a la Alcaldía, y allí, el secretario de Gobierno, Édison Jimmy Cárdenas, alguien que está donde debe estar, lo negó. Y el mismo Cárdenas lo confirmó a La Opinión.
Pues el organizador no tuvo inconveniente alguno en avanzar con su negocio. Y, claro, sucedió lo que ocurre cuando alguien vende sobrecupo: los que no caben, porque físicamente el espacio no lo permite, reclamaron la devolución de su dinero. Pero el organizador se negó a ello, argumentando falsificación de la boletería.
Ante la sinrazón del empresario, los muchachos apelaron al recurso que les quedó más a la mano: la violencia. Como pudieron, ingresaron a terrenos del local, y destrozaron mesas y sillas, en una turbamulta incontrolable. La Policía, que debía estar allí, no estaba. A pesar de que su sede principal queda al otro lago de la calle, la Policía llegó cuando ya corría la sangre de cinco muchachos heridos.
Como es su obligación fundamental con sus lectores y con la sociedad, y por tratarse de un acto totalmente ilegal, La Opinión denunció lo ocurrido.
La reacción del energúmeno organizador no demoró mucho. En una llamada telefónica —de la que hay prueba, por si alguna autoridad se atreve a investigar—, con un lenguaje de matón de barrio, amenazó a un reportero.
Esto último, desde luego, cabe dentro de los riesgos de una profesión que, en desarrollo de su función de informar, toca intereses algunas veces non sanctos. Pero en el caso de este organizador de fiestas con menores, las cosas llegan mucho más allá: según sus palabras, el secretario que le negó el permiso es un hp, al que, según dijo, ‘van a echar’, porque es de otra corriente política, no de la del alcalde, César Rojas, con el que dijo tener alguna clase de vínculos.
Es probable que ocurra como dijo. Es lo normal. Lo que no es normal es que, sin permiso, se hagan fiestas para menores en establecimientos públicos, y no haya sanción. Al menos, cinco días después, no se sabe de investigación formal alguna ni autoridad alguna se ha pronunciado al respecto.
Podría indicar que las cosas queden ahí, porque, como se argumenta muchas veces, ‘en Cúcuta somos así’. Y la verdad es que quizás algunos sean así, pero no todos, ni siempre. Aún hay un fortín ético y moral que se resiste a que el cáncer de la ilegalidad y de la corrupción lo devore.
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