Grave lo que acaba de ocurrir en Ocaña con el asesinato del defensor de derechos humanos Jorge Solano Vega.
Grave lo que acaba de ocurrir en Ocaña con el asesinato del defensor de derechos humanos Jorge Solano Vega.
Arrebatar la vida de quienes luchan contra la corrupción y defienden los Derechos Humanos tiene que dejar de ser un asunto cotidiano que por su frecuencia va tendiendo a convertirse en algo que poco importa y para lo cual siempre hay un señalamiento para intentar justificar el crimen.
Grave lo que acaba de ocurrir en Ocaña con el asesinato del defensor de derechos humanos e integrante de la Red Nacional de Iniciativas Ciudadanas por la Paz y contra la Guerra (Redepaz), Jorge Solano Vega.
Tristemente, Norte de Santander sigue poniendo su cuota de sangre en la violencia desatada contra quienes son la voz de la comunidad, intentan desenmascarar la corruptela, luchan por el derecho a la vida y defienden el Estado social de derecho.
Se oyen los lamentos, condolencias y consideraciones de unos y otros sobre lo que pudo haber pasado y muchos anticipan hipótesis y no faltan los anuncios de las famosas investigaciones exhaustivas y del ofrecimiento de recompensas.
A eso no debemos ni podemos acostumbrarnos porque Colombia se está exponiendo a situaciones delicadas y peligrosas, la destrucción del tejido social y que después esos asesinos y determinadores de crímenes, vayan tras la vida de otros ciudadanos, hasta alcanzarnos a todos.
O sea que los colombianos requieren pasar de esa actitud pasiva frente a casos como el de Solano Vega que venía denunciando varios hechos irregulares en la segunda ciudad del departamento. La pasividad o el silencio lo que en últimas produce es la sensación de que muy poco nos importa lo que ocurre a nuestro alrededor, más allá de la puerta de la casa.
Pero también hay que dejar un comportamiento que está haciendo carrera en el país, alimentado por la polarización, como es el de estigmatizar y acusar a las víctimas de estos crímenes.
Adelantar tareas como voceros comunales, líderes sociales, dirigentes de derechos humanos o miembros de la Mesa de Víctimas, como en Ocaña era Jorge Solano Vega, es de por sí una consagrada misión y no es una labor en contra de la institucionalidad ni al servicio de fuerzas en contra de la democracia, como suele comentarse.
Que ojalá el crimen de Solano Vega sea el último, suena como frase de cajón a la que solo se le cambia el nombre de la víctima de turno. Que según la Misión de Observación Electoral (MOE) es el noveno asesinato de líderes políticos, sociales y comunales en 2020 en el departamento, es un dato que se convierte en insumo de una fría estadística.
Y hablando de eso, hay que indicar que en el recuento de los casos sangrientos contra ese tipo de liderazgos sociales se presenta también una disparidad, porque el Instituto de Estudios de para el Desarrollo y la Paz (Indepaz) indicó en 12 el número de asesinados en la región.
El Estado, por su parte, está en la obligación de resolver y contestar los interrogantes que la sociedad civil y la comunidad internacional se hacen en cuanto a la ocurrencia de estos crímenes en el país.
¿Obedece a una operación de sistematicidad? ¿Quién los está matando? ¿Cuánto más resiste el tejido social que sigan asesinando a sus líderes? ¿Este liderazgo cuenta con las garantías y protección debida para su labor? ¿Se está imponiendo la de política de odio e intolerancia en nuestro país?
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