Norte de Santander no es ajeno a esa nueva hecatombe: registra 8.099 víctimas de las bandas criminales.
Las nuevas víctimas
La estadística dice que son 332.149, con esa precisión, pero la realidad siempre indica otra cosa, igual de incierta, pero siempre en cifras más abultadas.
Y, en el caso de las víctimas de las bandas criminales —eufemísticamente llamadas bacrim, en una especie de intento por esconder su real naturaleza—, la verdad se sospecha, aunque no se pueda demostrar a cabalidad.
Hay nuevos episodios de la misma guerra, si se quiere más sangrientos y crueles, y otras víctimas —muchas quizás ya lo fueron de otros agresores de esta debacle de casi 60 años que Colombia busca dejar atrás—, y hay que hacer algo urgente para encontrar las soluciones.
Hay departamentos como Antioquia y Valle donde se han registrado las más altas cifras de víctimas de las bacrim, pero Norte de Santander no es ajeno a esa nueva hecatombe: registra 8.099 víctimas, entre las que figuran desplazados, amenazados, despojados, desaparecidos, abusados sexualmente, asesinados, torturados, despojados, secuestrados y reclutados a la fuerza.
Lo verdaderamente preocupante es que estas nuevas cifras se dieron solo entre 2012 y 2014, y en territorios donde por décadas hubo actividad guerrillera y, posteriormente, guerra a muerte entre guerrillas y grupos paramilitares.
Significa que las nuevas víctimas han heredado la guerra y el dolor, y que mientras sufren las consecuencias, el Estado no hace todo lo que tiene que hacer para garantizarles la seguridad y la tranquilidad que nunca han tenido.
Qué más da que los nuevos asesinos se llamen Clan Úsuga o Rastrojos o Autodefensas Gaitanistas de Colombia o como se quieran llamar y hacer llamar. Lo que realmente importa es que están alentando y protagonizando la guerra y que sus víctimas se cuentan por millares.
Y, sin darle largas, eso hay que acabarlo de raíz y de inmediato. Para ello, el Estado dispone de sobra de los recursos necesarios para combatir con éxito a esas bandas de criminales. Hay experiencia de décadas, hombres en armas, toda la logística necesaria y apoyo popular.
Tal vez un poco más de voluntad política de parte del Gobierno nacional sea oportuna y necesaria, porque el fenómeno de las bacrim está adquiriendo dimensiones que podrían hacerse inmanejables en el corto plazo.
Porque, como lo muestran varias entidades, nada parece haber cambiado en algunas regiones, como el tercio norte del país —en el que se encuentra Norte de Santander—, desde cuando se neutralizó a los duros ejércitos paramilitares y se aquietó a las Farc.
Estas nuevas pandillas han copado el espacio dejado por los guerrilleros y están utilizando toda la herencia militar y criminal que les dejaron los grupos de paramilitares para consolidarse como un nuevo poder, otra vez lo de siempre, un cierto estado dentro del Estado.
El hecho de que no se trate de estructuras paramilitares, como lo aclaró el ministro de Defensa, Luis Carlos Villegas, no significa que no se comporten a la manera de aquellos, con un poder intimidatorio suficiente como para paralizar vastas regiones del país y un accionar que les permite matar a los miembros de la fuerza pública que bien les parezca.
Aunque el gobierno los diferencie, los patrones de agresión son similares a los utilizados por los paramilitares clásicos y los resultados de su accionar, muy similares: vasta zonas rurales abandonadas y controladas por ellos; devastación de la naturaleza para explotar ilegalmente minas de lo que sea; financiación con el narcotráfico, con cultivos y laboratorios propios; asesinatos de personas que no les son útiles, toda clase de delitos atroces, e impunidad absoluta.
De esta situación a la de disponer de poder político no hay mucho trecho.
La única diferencia con el paramilitarismo quizás esté en que las bacrim no tienen, al menos por ahora, apoyo de las fuerzas armadas. Pero…
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