Y, mientras tanto, Venezuela sigue frenando el paso de vehículos con carga de intercambio.
La prioridad del vecino
Cada día se hacen más frecuentes las quejas respecto de la realidad actual de la frontera colobo-venezolana, en especial, por la inquietante actitud de apatía estudiada y desinterés calculado del gobierno de Caracas.
Y, desde luego, por la ingenua reacción, algunas veces, de Colombia ante los desplantes del vecino país y la demostrada obsecuencia de algunas autoridades de Cúcuta y Norte de Santander hacia algunos de sus colegas del otro lado de la línea.
Esa situación, desde luego, no es de ahora: se prolonga desde antes de que, en decisión inconsulta y unilateral, en un afán por amainar la presión interna que generaba su desgobierno, el presidente Nicolás Maduro cerró de portazo la frontera.
Cualquier acto delictivo que ocurría en Táchira, Zulia o Apure, era atribuido de inmediato al ambiente de la frontera y a intentos colombianos de incursionar en Venezuela mediante individuos o grupos de paramilitares.
Y vino el cierre intempestivo. Y vinieron las deportaciones masivas e ilegales y los atropellos y los abusos, y, claro, los afanes colombianos para atender a las decenas de miles de personas que llegaban. Y los venezolanos bajaron el volumen de sus gritos de protesta…
Satisfecha de manera momentánea la necesidad de víveres, el gobierno de allá inició una campaña para crear una matriz de opinión favorable a la reapertura inmediata de la frontera, ante el silencio y la poca preocupación colombiana, pese a que en los cruces masivos, en realidad las multitudes eran avalanchas humanas.
Reabierta en condiciones poco claras, la frontera comenzó a significar cada vez menos para Venezuela en términos de llegar a acuerdos en torno de los temas de verdad álgidos: transporte, intercambio de mercancías, sistema de identificación de personas, permisos para estudiantes, empleados y enfermos, control aduanero y delincuencia, seguridad integral y migración.
El desinterés venezolano por la frontera en condiciones de reciprocidad y de respeto bilateral es, en realidad, preocupante, toda vez reuniones convocadas con varios días de antelación son canceladas, porque Venezuela ni siquiera responde el teléfono cuando llaman en busca de analizar algunos puntos comunes.
Sin embargo —y específicamente hay quejas sobre este aspecto— cada día llegan a Cúcuta hasta 45 mil venezolanos que regresan con maletas llenas de víveres y dejan desabastecidos los supermercados locales.
Este fenómeno beneficia al gobierno venezolano, pues sus ciudadanos, con sus necesidades satisfechas a costa de los colombianos, dejan de presionar con el ahínco de antes, y le permiten al mandatario al menos respirar, para que atienda otras situaciones, algo que antes no le era posible.
La inseguridad callejera también se ha disparado, según la Policía colombiana, por razón de la presencia de jóvenes delincuentes que han venido a la ciudad para quedarse y que ponen en práctica métodos particulares de delinquir.
Otros venezolanos se están quedando con puestos de trabajo de colombianos y otros más están llenando las calles de ventas ambulantes.
Y, mientras tanto, Venezuela sigue frenando el paso de vehículos con carga de intercambio, quizás porque en ese aspecto Colombia obtiene mayores beneficios que Venezuela.
Lo peor de la situación es que las autoridades colombianas parecen vivir a la espera de que sus colegas del otro lado, en Táchira, especialmente, den la señal de aceptación de nimiedades, como el paso de tres camiones hacia Arauca, como si se tratara de una inmensa operación logística.
No hay reciprocidad venezolana con Colombia, porque la misma Colombia no exige. Y, así, nada es posible.
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