"La mala hora de los Rastrojos", dice el titular de la edición dominical de La Opinión en un informe especial sobre la debacle en que se encuentra esa banda criminal con presencia en la frontera; y en contraste, en la página judicial apareció una noticia relacionada con el poderío de la guerrilla del Eln en la frontera con Venezuela.

Esas dos caras de la misma moneda se convierten en un hecho fehaciente para indicar la mutación de la violencia en nuestra región, porque mientras unos grupos decaen otros adquieren inusitada fuerza y golpean con más potencia.

Y no es solamente que ambas estructuras anden haciendo de las suyas por estos territorios, lamentablemente abundan las bandas que se aprovechan para delinquir en estos sectores colindantes entre Táchira y Norte de Santander.

En un país donde el Estado, la institucionalidad y la inversión social sean fuertes y vayan de la mano de la comunidad, este tipo de hechos ni siquiera se llegarían a pensar, simplemente porque es en la dejación y el abandono donde la violencia hace el nido y crece.

Aunque lamentablemente ese no es nuestro caso, los gobiernos nacional, departamental y municipal deberían aprovechar esa metástasis hacia la desaparición que padecen Los Rastrojos para copar las zonas donde eran fuertes con planes sociales y económicos y de presencia y control, para irle ganando espacios al virus de la violencia y así frenar que siga expandiéndose.

No debemos olvidar que cuando unas organizaciones al margen de la ley se debilitan y ‘desaparecen’ en realidad lo que ocurre es que la mayoría de sus miembros son reclutados por quienes llegan a tomar el control y otros se van o como ruedas sueltas se mantienen en sus  actividades ilegales.

Es ahí entonces donde el Estado debe de actuar no solo desde el punto de vista judicial para condenarlos por los crímenes cometidos, sino para erradicar las condiciones que favorecen la violencia, bien sea con acciones que favorezcan el sometimiento y desmovilización definitiva para contener el neoparamilitarismo, sino conjurar todo aquello que la alimenta. 

En esa lista aparecen el desempleo, la iniquidad social, la desigualdad, el problema de la tenencia de la tierra, las dificultades para acceder a la sociedad del conocimiento por medio de la educación gratuita y de calidad, lo mismo que conjurar la violación de los derechos humanos, entre otros.

Obviamente, buscar que por ejemplo se vaya hacia una mesa de negociación de paz con el Eln y que ese grupo asuma compromisos reales de sacar a la población civil del conflicto, es otro asunto de extrema urgencia para contener la mutación de la violencia.

Debería haber un compromiso de todos: de la sociedad, del Estado y de esa guerrilla para que en 2021 sea el año en el que se ponga la primera piedra para relanzar el proceso de negociación de paz, puesto que ya es necesario que eso ocurra.

Veamos algo. Los problemas que se registren en el Catatumbo donde el conflicto armado salpicado con narcotráfico se ha recrudecido, finalmente impacta sobre Cúcuta por el cordón umbilical que lo conecta con esa región de Norte de Santander, como son los corregimientos, donde este año se han registrado masacres y desplazamientos y donde la Alcaldía ha asegurado que empezó a ejecutar acciones para mejorar las condiciones de los campesinos.

Lo cierto es que así como para el coronavirus se está tratando de contener el ataque con la vacuna, Colombia tiene que procurar vacunarse contra la oposición a la paz, a la que no se debe tener miedo a apostarle.