Sin duda, una parte de la problemática social está en la escuela; otra, en la calle.
La dulce droga
Sacar los refrescos azucarados de las escuelas primarias es una decisión repleta de buenas intenciones, pero definitivamente inútil. Así lo han demostrado estudios en países donde se han aplicado medidas similares.
Si no pueden adquirir refrescos en la escuela, está comprobado, los chicos las llevan de casa en su mochila, y, al menos allá, no hay autoridad alguna que lo impida, por razones legales: no hay ley que prohíba transportar gaseosas junto a los libros en una mochila de estudiante o donde se quiera.
Si las autoridades no han podido con el tráfico de drogas en las aulas, en Colombia, donde al parecer ya no le venderán azúcar, ¿qué van a hacer para evitar que el niño lleve a la escuela una soda o las que quiera, para su merienda?
Porque las drogas siguen circulando de pupitre a pupitre, de aula a aula, de estudiante a estudiante, y no hay explicación clara de cómo ocurre, mucho menos de quiénes son los responsables. Y, al contrario de los industriales de las bebidas, no hay manera de que las mafias se pongan de acuerdo para dejar de vender drogas en las escuelas.
Según la publicación Archivo de medicina pediátrica y adolescente, cuando las escuelas de Estados Unidos prohibieron las bebidas endulzadas con azúcar, incluyendo bebidas energizantes, deportivas y jugos de frutas azucarados, los estudiantes compraron menos de estos productos, pero 85 por ciento de ellos, sin importar cuál fuera la política de su escuela, tomaban bebidas azucaradas cada semana. Entre 26 y 33 por ciento dijeron consumirlas diariamente.
¿Dónde? Obviamente, en la calle y en el hogar. En especial en el hogar, donde, como en Colombia, el refresco embotellado o enlatado parece hacer parte obligatoria de la canasta familiar. Y ello, a pesar de las frecuentes quejas de las familias sobre la obesidad de sus miembros, incluidos los más jóvenes, y de sus reclamos por políticas sobre consumo responsable.
Sin duda, una parte de la problemática social está en la escuela; otra, en la calle. Pero la mayor parte está en el hogar, donde se consume sin responsabilidad alguna y no se tienen hábitos alimenticios que garanticen una buena salud.
Deberían ser los hogares, los destinatarios del pacto de los productores de bebidas azucaradas: enseñarles a las familias que el azúcar es la causa de males graves como obesidad, diabetes, enfermedades cardiovasculares, ateroesclerosis, hipertensión arterial, caries dental…, y recomendarles que prefieran productos diferentes de los que ellos producen.
En países como Estados Unidos han comenzado a atacar la obesidad en la escuela, pero los resultados no han sido los esperados. En el hogar y en la calle, los muchachos encuentran todas las oportunidades para rellenarse de agua con azúcar, sin control alguno.
Que el gobierno y los productores de gaseosas y otras bebidas azucaradas les enseñen a los colombianos a reemplazar estos productos por otros como leche sin grasa o ciertas cantidades de jugos de frutas sería una política ideal, desprovista de demagogia.
Porque ponerla en práctica en las escuelas primarias es un paso pequeño, que realmente no afecta las ventas, pues son muy contados los niños que disponen de dinero para comprar refrescos. Pero, sí, algo es algo por la salud infantil.
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