Ser durante largos años el piloto personal del presidente de la República tiene que abrir muchas puertas.
El que menos corre
Basta un instante para que una verdad incuestionable deje de serlo y, en su lugar, quede al descubierto el secreto más protegido, la trama más intrincada, la mentira mejor disfrazada de certidumbre.
El segundo en que el avión boliviano de LaMia —con sus tanques vacíos y una enorme carga de sueños— cayó en Cerro Gordo, comenzó a correrse el velo de una tupida red de hechos tan oscuros como la noche de la tragedia.
LaMia nació en Mérida (Venezuela) como empresa de Ciencia y Tecnología, con el beneplácito del presidente Hugo Chávez. Pero, ni siquiera las complacencias de algunas autoridades regionales, pudieron facilitarle la vida legal, por razones de seguridad… y sospechas de que tras los promotores estaba el chino, Xu Jinghua o Sam Pa, con el tiempo apresado en su país, por corrupción, y descrito por la sección de antiterrorismo del Departamento del tesoro de Estados Unidos de ser partidario del dictador Robert Mugabe, de Zimbabwe.
Luego de insistir sin éxito en Mérida y Margarita, los promotores volaron a Bolivia, donde encontraron aviadores dispuestos a invertir… y a usar sus contactos —muy cercanos familiarmente, por cierto— en el más alto gobierno. Uno de ellos, el capitán militar Gustavo Vargas Gamboa, fue por largos años, el piloto personal del presidente Evo Morales.
Gustavo Steven, hijo del capitán Vargas, es director de Registro Aeronáutico Nacional de la Dirección General de Aeronáutica Civil, responsable de otorgar las licencias de las aeronaves, emitir certificaciones y monitorear los asuntos legales que puedan afectar a los aviones y a las compañías operadoras.
Quizás por esto, los aviones de LaMia podían permanecer en la plataforma de la aviación militar en Cochabamba. Allí los vio el presidente Morales, que ayer dijo no saber de la existencia de Lamia como aerolínea boliviana, a pesar de que de otras, como Ecojet, sí fue informado todo el gobierno, según la prensa boliviana.
Otro accionista era Miguel Quiroga, piloto del avión accidentado y yerno del exsenador boliviano Roger Pinto Molina. La familia pidió perdón público por todos los eventuales errores que pudo cometer Quiroga. Que, según investigadores, no fueron pocos. Ni pocas las condescendencias con él y con LaMia.
Quiroga presentó un plan de vuelo irregular, con imprecisiones como la de que volaba desde Cobija, norte de Bolivia, y no desde Santa Cruz, en el sur, y pese a que le fue cuestionado, le permitieron despegar hacia la muerte.
No tenía suficiente combustible para llegar a Rionegro (y Santa Cruz sabía), no hizo escala ni en Bogotá ni en Cali para reabastecerse, su avión tenía una autonomía restringida, se abstuvo de declararse en emergencia hasta cuando le fue imposible mantenerse en el aire (quizás para evitarse la cuantiosa multa si descubrían que no tenía el carburante necesario para el viaje)…
¿Por qué, ante todas estas irregularidades, nadie impidió el vuelo? Esta y otras respuestas necesariamente tienen que ver con las autoridades aeronáuticas de Bolivia —y quizás más arriba—, que ayudaron a que LaMia fuera realidad.
Ser durante largos años el piloto personal del presidente de la República tiene que abrir muchas puertas, tantas, que al final de la tragedia el propio exjefe toma distancia y dice ignorar lo que por razón de la realidad le impide ignorar.
Al fin y al cabo, el que menos corre vuela.
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