Que lo diga un maestro a sus alumnos de política o de sociología en la universidad o lo grite un activista de izquierda en un mitin, es una cosa. Otra, muy diferente, es que lo admita el vicepresidente de la República, el general retirado Óscar Naranjo.

Para él, en Colombia la política gira en torno de solo dos o tres nombres henchidos de vanidad y alejados de las ideas, de los cuales algunos no solamente desinforman sino que mienten, y dedicados, ellos y quienes los rodean, a polarizar y radicalizar a los colombianos, y que mantienen y estimulan el miedo como bandera electoral. El resentimiento, el odio y la descalificación son el sello de esas prácticas.

Y que alguien como Naranjo, curado de espantos, se declare aterrado de la práctica política colombiana es para preocuparse, porque por mera vanidad se podría estar guiando de nuevo al país a situaciones que le llevaron casi 60 años superar.

Porque es mera vanidad la del Centro Democrático no reconocer la existencia del conflicto armado. Y al no reconocerlo, pues no cabe ‘solución política negociada ni posible ni aceptable, porque (así) la única solución posible es la derrota militar del adversario (…) Como el Centro Democrático no reconoce el conflicto, cualquier acuerdo de paz le será insuficiente, imperfecto e innecesario’.

Para Naranjo, el país está hastiado de la radicalización que ha generado el hecho de que al menos tres generaciones de colombianos hayan vivido en guerra, y solo pretende consolidar la paz, hacerla irreversible, combatir las causas de la guerra. Y vivir feliz.

Ojalá la percepción de Naranjo sea acertada, porque quizás ese hastío lleve al país a darse cuenta de que durante más generaciones —en realidad, durante toda su historia— se repiten los mismo apellidos, las mismas castas, las mismas prácticas, enmarcado todo en la más aberrante corrupción, que también se transmite en herencia de padres a hijos...

Aunque hay otras causas del hastío. Por ejemplo, la incoherencia de los líderes, que los deja en evidencia cuando no hay concordancia entre lo que hacen y los planteamientos ideológicos y filosóficos de su partido, o cuando reemplazan la coherencia por la coyuntura y el oportunismo.

Los colombianos quieren, en concepto del general, reafirmar y consolidar el proceso de paz, y emprender una cruzada de largo aliento —no puede ser de otra manera— en contra de la corrupción y de los corruptos, pero con un cambio social, político y jurídico que, en verdad, surtan efecto, no mediante la fórmula inmediatista e ineficaz de enviarlos a la cárcel.

Pero no encuentran respuesta en el liderazgo político, trenzado, como está, en poner zancadilla unos a otros, y en tratar de borrar lo que alguien hizo y los demás no pudieron.

Naranjo evoca el espíritu de las víctimas de la guerra, que han hecho las mayores y más eficaces demostraciones de reconciliación y de perdón, y da pie para comparar esas actitudes con las de sectores políticos que, a nombre de las mismas víctimas, buscan que la guerra se perpetúe, como si todo se tuviera que saldar con sangre, y cuanta más, mejor.

Tiene razón el vicepresidente para declararse aterrado de la práctica política: al fin y al cabo, desde el Centro Democrático un exministro lo llamó vicepresidente de las Farc y candidato de Pablo Escobar.